martes, 12 de noviembre de 2013

Los muros y el ángel

Los centinelas de madera custodiaban los lados del camino como fantasmas inmóviles y, posadas sobre ellos y sin emitir ningún ruido, dormían las lechuzas. Solo se escuchaban el lejano rumor de las aguas de un río, mis pisadas y mi respiración. La luna bañaba el bosque en una luz espectral que desvelaba cada rincón, cada sombra y cada terror nocturno que la imaginación pudiese crear. El perfume de la lluvia impregnaba el aire, y aún caían pequeñas y cristalinas gotas de mi sombrero. Toda la flora estaba muerta a pesar de la agobiante humedad, y lo único que de ella restaba eran flores marchitas y yerba gris.

Al final del camino encontré unos muros de entorno a cinco metros de altura, lisos y negros. Estaban construidos a partir de una única y gigantesca pieza de pórfido a la que el tiempo no había osado tocar. La yerba en el suelo dejaba de crecer a un metro de distancia del mismo, y no se podían ver en él ni una sola imperfección. Un profundo pesar me invadió al acercarme a ellos, y un sentimiento de tristeza y desesperanza se apoderaron de mi alma. Las fibras de mi cuerpo se sobrecogieron como si un espectro hubiese cruzado a través de mí, como si el invierno hubiera arrancado el aliento de mis pulmones. No se podía escuchar ningún sonido proveniente del otro lado, como si no hubiese nada en su interior o como si la población, tanto personas como animales, estuvieran de luto. Las nubes encapotaron el cielo y cubrieron la tierra con una mortaja, las estrellas se apagaron y, poco a poco, todo se sumió en oscuridad. El miedo pronto se apoderó de mi mente y, en la noche, los contornos y las formas del bosque se convirtieron en monstruos terribles provenientes de las fosas más profundas de mi imaginación.

Escapé de la oscuridad y me refugié en la trémula luz de las antorchas que salpicaba las dos grandes puertas de ébano. Dos guardias con la nariz colorada y las mejillas muy rojas, sentados sobre unos taburetes y jugando a los dados, protegían la entrada a la ciudad. Ambos apestaban a alcohol y sudor y jugaban sin decir una palabra o hacer un gesto, observando fijamente el tablero. No me detuvieron, pero me advirtieron que lo único que iba a encontrar dentro era miseria y muerte. Tenían razón. Al otro lado, todo era desgracia. Las casas eran grises, pequeñas y de tejados planos, las personas vestían harapos y caminaban descalzos, y el silencio casi se podía respirar. Los enfermos y los tullidos, llenos de bultos y sin producir ni un murmullo, arrastraban sus pies de un lado a otro sin rumbo, contemplando la nada con llorosos y blancos ojos, perdidos en alguna fantasía. Un repulsivo olor a fósforo lo envolvía todo, casi tan desagradable como las manchas rojas en los rostros de la gente. Algunas personas, tal vez sanas, me observaban desde las ventanas de sus hogares, pálidos y temblorosos. Mi mirada se posó sobre una montaña de cadáveres y esqueletos que se encontraba en uno de los rincones de la fortificación. Unos estaban siendo comidos por los gusanos y a uno más reciente le devoraba el ojo izquierdo un enorme cuervo. Me dieron náuseas. El lugar en sí me daba náuseas.

El posadero no pareció darle importancia a que pasara la noche allí, porque aceptó el dinero con rapidez. El hombre me miraba y parecía agradecido, pero no decía nada. Entonces apareció una mujer de baja estatura, macilenta y de cabellos rubios casi canosos, que me llevó hasta mi habitación. Ella resultaba ser la hija del posadero. Me explicó que su padre había perdido la lengua por orden del dueño de la ciudad, debido a que él había exigido que uno de los médicos privados atendiese la enfermedad de su mujer. También me dijo que se rumoreaba que la familia que dominaba el territorio y vivía dentro de los muros poseía una cura para todos los males e ,incluso, una pócima que concedía la vida eterna a quien la bebiera. Al parecer, el rumor comenzó a circular por los alrededores cuando una mujer de belleza exagerada entró en la casa de los propietarios, aunque nunca se la había vuelto a ver. Desde entonces, nobles y burgueses de todas partes comenzaron a acudir a las fiestas que la familia celebraba en su fastuoso palacio.

El estruendo del viento y el agua golpeando las ventanas me despertaron. Abandoné la posada sin despedirme. En el exterior, una tempestad azotaba la tierra, los rayos atravesaban las nubes y los truenos crujían como lejanas campanas. El pueblo se había escondido de la tormenta en sus casas y los pocos que se atrevieron a salir de ellas anteriormente habían desaparecido. Algunos enfermos, de los que asumí que no tenían a nadie que los cuidase, decidieron permanecer en los rincones de las calles, mirando fijamente el cielo y, tal vez, esperando su muerte. Colocando una mano sobre mi sombrero para que el viento no se lo llevara, contemplé la residencia de la tan famosa familia. Era difícil no verla. Medía tanto como los muros que rodeaban la ciudad y estaba vallada, además, un modesto jardín se extendía hasta su entrada, formado por flores variopintas y hierba verde, la única flora viva que había visto desde que había llegado a la región. Dentro de la mansión también parecía existir la vida, porque cada ventana de las muchas que tenía estaba iluminada y se veían sombras moverse y bailar. Me pregunté por qué se habrían molestado en construir algo tan lujoso en un lugar que había sido maldecido.

Me dirigí a los dos vigilantes en la entrada y les enseñé mi invitación, me abrieron las puertas y uno de ellos me escoltó hasta el interior del palacio. Una sirvienta me recibió y me dijo que esperase allí, que ella iba a avisar al anfitrión de que ya había llegado. La mansión era por dentro exactamente como me la había imaginado: un abismal contraste con el exterior. Del techo colgaba una lámpara de araña, de las paredes cuadros con marcos de oro y el suelo estaba cubierto con alfombras árabes. Los invitados vestían prendas de calidad, vestidos de seda y se tapaban la mitad del rostro con unas máscaras divertidas. Se entretenían bebiendo de sus copas de vino y cortejando a unas doncellas que podían ser sus hijas. Otros tomaban directamente de las botellas y jugaban a las cartas en una mesa en el rincón sin sus antifaces encima. Unos cuantos músicos que llevaban sombreros muy ridículos y de los que colgaban cascabeles tocaban la lira y cantaban poemas épicos en medio del salón, intentando armar el mayor jaleo posible y rodeados por todos. Yo estaba completamente de lugar. Después de todo, no había venido por la fiesta.

Atravesé a la multitud y me acerqué a la puerta que daba al sótano, saqué la llave de mi bolsillo y me deslicé hacia dentro. Recordaba el camino, aunque no tuviese mucha perdida, y no necesitaba luces. La humedad se agravaba cuanto más bajaba y el olor a fósforo se hacía aun más intenso. Una sensación siniestra parecía provenir de los muros que cada vez se acercaban más a mí mientras bajaba los peldaños, tenía el corazón oprimido, y no recordaba tantas escaleras. Finalmente terminé el descenso, exhausto. Me encontré con una estancia grande, repleta de barriles y botellas de vino, iluminada por una antorcha solitaria. El sótano había sido utilizado como bodega, lo que explicaba que no hubiese telarañas y apenas polvo cuando habían celebrado semejantes fiestas. Abrí la pequeña puerta de madera y la cerré detrás de mí. Allí dentro resultaba incluso más difícil respirar y sentía como si mis pulmones estuviesen siendo aplastados. Por el suelo había sangre seca y unas plumas muy extrañas, que no pertenecían a ningún ave, que conducían a un punto, donde se reunía un charco de sangre fresca y brillante. Había planeado robar el remedio para curar todas las enfermedades y, si era cierto, probar yo un poco y conseguir la inmortalidad. La única razón por la que había venido a parar a esa maldita ciudad era para huir con la famosa pócima, habiendo tenido la suerte de haber trabajado como mayordomo para la familia unos años atrás, cuando esta ciudad era bella y sus gentes no morían en las calles como ratas. No podía robar el secreto, ¡porque era un ser humano!.

Una mujer estaba crucificada en el medio de la habitación. Unas estacas de madera atravesaban sus muñecas, otras sus tobillos y una su garganta, clavándose en la cruz gigantesca que pendía del techo sujetada por cadenas. Su cuerpo tenía marcas de apaleamiento, y parecía que había sufrido cortes recientes en el vientre. No podía ver su rostro porque su pelo me lo impedía, pero dudaba que fuese agradable. Cuando di un paso en la estancia, la mujer levantó la cabeza como un resorte, las cadenas entrechocaron y de su garganta salió un gemido lastimero, discordante, como surgido de un abismo. Un escalofrío me recorrió la espalda. Iba a huir, pues sabía que aquel grito había alertado a los oídos más atentos, pero algo me hizo quedarme y liberarla, por muy imposible que aquello fuese un ser humano. Había algo en sus ojos que reconocí como lágrimas, tan puras y transparentes como las de un recién nacido. Cuando la rodeé para quitarle la estaca de la garganta vi en su espalda unos huesos plegados sobre sí mismos, sin carne que los cubriese, salir de su columna. Le quité la última y ella, por encima de mí, mirándome a los ojos murmuró algo que no pude entender. Entonces, el heredero de la familia entró por la puerta blasfemando junto a una bandada de sus criados. La mujer nos acusó con el dedo, y las plumas de la habitación se volvieron negras y de los huesos en su columna surgieron alas monstruosas. Batió las alas y la tierra tembló con un estrépito terrible, abriendo sus fauces con un amenazador rugido. Parpadeé un instante y tanto ella como la ciudad habían desaparecido. Lo único que sobrevivió a aquello fueron los muros de pórfido, yo y una pluma negra.



martes, 15 de octubre de 2013

La muerte tiene nombre de mujer III

Escucho en mi cabeza
un cautivador susurro
que vierte sobre mí
un oscuro deseo.

Veo en el inmenso lago
dos glaucos ojos
que suspendidos sobre él
reflejan un reprimido
y muy oscuro deseo.

Contemplo la belleza
de la auténtica deidad
y caigo absorto y de rodillas
ante el suicida deseo
de osar amarla.

martes, 8 de octubre de 2013

Catherine

Era medianoche. Con una mano sujetaba el paraguas negro y, con la otra, un ramo de lirios blancos. El repiqueteo de las gotas de lluvia componía un triste y melancólico réquiem. La luna, inmensa y gris, observaba desde el seno del cielo estrellado; las criaturas nocturnas se despertaban entre horribles bostezos y gruñidos; los cuervos me escrutaban con sus brillantes ojos y desgarraban el silencio con sus graznidos. Contemplé la tumba una vez más y contuve un suspiro. Me incliné y coloqué lentamente las flores al pie de su lápida.

Compré una casa en Verona y comencé una nueva vida allí. Aun en duelo, continué con mi labor de pintor. El lugar era ideal para la tarea: verdes colinas se elevaban del suelo, las abandonadas vías de un tren, las nevadas montañas a lo muy lejos, el cielo azul y adornado con pequeñas y coquetas nubes, y que a la hora del atardecer se volvía una hermosa e inmensa llamarada, y a la medianoche las estrellas iluminaban el tenebroso mosaico como miles de faros mientras las fugaces surcaban el oscuro océano. Sin embargo, mi arte estaba maldito, todo lo que pintaba se volvía una masa oleaginosa de terror.

Mi suerte cambió cuando conocí a una mujer llamada Anastasia. Nos conocimos en una cafetería mientras yo leía el periódico. Se había sentado en la barra, a mi lado. Se le había olvidado la cartera y no podía pagar lo que había pedido, así que yo me ofrecí a pagarlo. Era una mujer joven, de piel morena, fina cintura y cabellos rubios, no obstante, lo que de verdad me cautivó fue el momento en que, sonrojada, se quitó el sombrero, me miró con sus muy verdes ojos y se disculpó. Ana estaba interesada en la pintura, y se emocionó mucho al escuchar que yo era un pintor. Le ofrecí venir a mi casa y contemplar mis obras, a lo que ella accedió gustosa. Tuve que enseñarle las pinturas más antiguas, de las primeras que había creado, y esconder las recientes. Cuando nos dimos cuenta ya había caído la noche, y cuando Anastasia iba a irse la retuve, me confesé y nos convertimos en amantes. A la mañana siguiente, me pidió que la dejara vivir junto a mi, y se decidió a ayudarme con mis cuadros.

Era una persona gentil, humilde y algo ingenua, lo que hizo que la convivencia funcionase, a pesar de mi carácter. Sin embargo, Anastasia sufría una extraña fobia conocida como nictofobia o acluofobia. La había padecido con semejante intensidad entre los cinco y ocho años que había perdurado hasta su adultez. Esta fobia no era otra cosa que el miedo a la oscuridad. Ana me lo mencionó el primer día que dormimos juntos. En un primer momento no me importó, pero con el tiempo se convirtió en una verdadera molestia.

Anastasia se había convencido de que posaría para mis cuadros, por mucho que yo intentase explicarle que no iba a funcionar. Yo me sentía muy incómodo de plasmarla en un lienzo, porque había oído que muchos pintores contrataban modelos para que posasen para ellos y, aunque no fuese así, sentía que la estaba utilizando. Además, cada vez que se ofrecía para la tarea sentía que ella se reía de mí, y puedo jurar que la escuché reírse, aunque sus labios no se hubiesen movido y ella lo negase. Era una risa amarga, orgullosa y muy irritante.

Un día me acerqué, nervioso y con ambas manos en los bolsillos, a ella. Ana estaba escribiendo una carta cuando le pedí que se casara conmigo. Ella soltó la pluma y se tiró a mis brazos. Organizamos la boda lo antes posible, y cuando llegó el día ya no sabía si meter mis manos en los bolsillos o colocármelas en la cabeza. Ambos subimos al altar, observados por todos nuestros amigos y mis familiares. Cuando Anastasia dio el "sí", un fugaz recuerdo me cruzó la memoria y un sentimiento me oprimió el pecho. Miré los ojos de la que iba a ser mi esposa y dudé un instante, para decir, casi con la voz quebrada, "sí".

A la mañana siguiente, Anastasia ya se había levantado y la oía preparar el desayuno en la cocina mientras yo me desadormilaba. Encontré, muy sorprendido, un hilo de cabello largísimo y tan negro como el azabache en el lugar de la cama en el que había dormido Anastasia. Estaba desconcertado, porque no podía ser de ninguno de los dos, y nadie había dormido antes en aquel mismo lecho. Me sacudí el recuerdo de nuevo, y lo dejé caer al suelo, tratando de olvidar el tema.

Ya se había hecho la noche, y yo volvía a casa de una exposición de arte. Al entrar, encontré a mi esposa sumida en oscuridad, escribiendo sobre un papel tal vez alguno de sus fantásticos relatos. Rápidamente encendí una luz y me acerqué a ver si se encontraba bien. No noté nada extraño en ella: me enseñó la misma sonrisa cuando me vio, hizo las mismas muecas y habló con tranquilidad. No obstante, se negó a enseñarme lo que había escrito, y cuando subimos al dormitorio me retuvo de encender la pequeña vela que antes necesitaba para conciliar el sueño.

Anastasia había salido al mercado mientras yo terminaba de darle los últimos retoques a una de mis obras. Me había quedado sin pintura, así que fui a buscar más. Me golpeé la cabeza contra una estantería, e hice caer una agenda que no había visto antes con el golpe. Al abrirla, encontré en la última página el papel que Ana no había querido que leyera."Maldición" estaba escrito en él, pero repetido unas sesenta o setenta veces. Escuché la puerta principal abrirse, y coloqué todo de vuelta en su lugar. Fui a darle la bienvenida, pero mis ojos se detuvieron en su pelo antes de decir palabra. Un mechón de su cabello era negro-¿Es una mecha?-pregunté, curioso y algo aterrado. Ella no respondió, y subió al dormitorio a escribir en un papel otra vez.

Pasaron algunos días. La actitud de mi esposa había comenzado a cambiar. Se mostraba mucho más interesada en lo que yo hacía, utilizaba todo su tiempo en estar conmigo y requería mi presencia tan a menudo que resultaba posesiva. Había dejado de escribir, y parecía haberse vuelto más meticulosa, mucho menos torpe y más apasionada. Sin embargo, no solo su personalidad había cambiado. Cuando la vi dormir junto a mí, observé que sus manos se habían vuelto frágiles, su piel lánguida y blanca como la nieve, y su cabello se había tornado todo él negro. No era posible reconocerla. Cuando ella abrió los ojos en la oscuridad, completamente sosegada, un escalofrío recorrió mi cuerpo al comprobar que sus ojos eran negros. Me libré de su abrazo, di un salto fuera de la cama, bajé al piso inferior, cogí un abrigo y unas botas y huí en medio de la noche y el frío. Al darme la vuelta mientras corría, la observé aferrada contra la ventana con los ojos torcidos y con lágrimas surcando su rostro. También reconocí una mano en su hombro y una sombra que la envolvía y lo contemplaba todo.

Por suerte, el abrigo que me había llevado tenía mi cartera en él, así que me compré algo de ropa y un vuelo de vuelta a París. Una vez allí, vi a lo lejos el cementerio, cerca de un pantano repleto de fuegos fatuos. El tiempo parecía haberse congelado desde la última vez que estuve allí: los cuervos seguían posados de los mismo postes, observando, amenazantes, el verano parecía no haber rozado el frío espectral que aquel lugar manaba y la luna se encontraba en la misma posición. Me armé de valor y abrí la tumba de mi anterior esposa. Sus huesos no estaban. Noté el aliento de alguien en mi hombro, y vi a Anastasia detrás mío, sosteniendo un cuchillo-¡Catherine!-exclamé, al reconocer a mi mujer, muerta hacía un año, bañada en luz de luna y sangre. Me clavó el cuchillo y ambos caímos en la tumba. Catherine me besaba el rostro mientras lloraba amargas lágrimas y yo me desangraba.





martes, 1 de octubre de 2013

La muerte tiene nombre de mujer II

De mi ventana unas oscuras alas se posan,
su penumbroso batir perturba mi sueño,
y un terrible graznido, finalmente, me despierta,
y, calado en sudor y con los ojos torcidos,
me incorporo y no veo nada.

Las campanas anuncian con su grave gemido,
como doce tristes y desgarradores sollozos,
la nebulosa, sombría y penosa medianoche
y, aterrado de los murmullos nocturnos,
vuelvo a mi lecho.

Son en vano mis esfuerzos por conciliar el sueño,
mas una oscura presencia oprime mi pecho,
y un tenebroso y dulce susurro que sisea
un acaramelado y hermoso poema,
acaricia mis oídos.

Abro mis ojos una vez más y nada veo,
mas siento una mano nívea, etérea y suave como seda,
lánguida, frágil y huesuda,
que acaricia mi rostro y mi cabello
y que, poco a poco, cierra mis párpados.

Caigo presa de un profundo sueño,
contemplo la impenetrable oscuridad
que a mi alrededor abunda,
y soy atraído por un canto de sirena
hacia un océano de sombras.

sábado, 28 de septiembre de 2013

Noche de luto

Noche de luto. Las nubes lloran, el cielo encapotado trata de consolar a la viuda, que derrama lágrimas sobre el paño oscuro, apoyada en el hombro del padre. Mujeres y hombres, todas como figuras negras y tristes, danzan en melancolía alrededor de la maldita llorona, ofreciendo su pésame y compartiendo un dolor fingido y hueco. El gentío deja intimidad a la desgraciada, y por fin abandonan el cementerio. El padre besa la mejilla de su hija, recién casada y recién viuda, que no tuvo ni tiempo ni fuerzas para cambiar su vestido de novia, antes cándido y bello, y ahora gris y empapado. Un conejito se le acerca, pálido por la luz, pero igual de blanco que su vestido había sido alguna vez. Relaja su ceño por una vez, y las lágrimas desaparecen poco a poco. Sus ojos centran su atención en el pequeño y redondo animal, que tanto le recordaba a la inocencia que una vez ella tuvo, mientras disfrutaba de su boda, junto a su hombre, subidos en el altar. Se inclina para acariciarlo y el conejo huye, turbado por otra presencia. Aparece al lado de la tumba una figura alta, que se ocultaba el rostro con un sombrero de amplias alas negras, sujetando un paraguas no menos oscuro. Lanza una inocente mirada al sujeto, que la atrapa con los brazos y le ofrece cobijo de la lluvia. Ambos dejan atrás la tumba, y la maldita pronto se casará de nuevo, y pronto será viuda de nuevo.

El Caos tiene la forma de una mariposa

Tan hermosa como una mariposa,
pero igual de dotada con la fealdad.
Te anunciaste, grácil y vaporosa,
para con tu volar, invocar la tempestad.
                                                                                                             
Dos alas tienes, negras como las tinieblas,
iguales a dos soles que danzaran al atardecer.
Creaste un desastre, hiciste temblar las aguas,
despertaste a las alimañas al amanecer.

Igual que una Monarca obrarías,
si no pudieras volar al anochecer.
Si quisieras ¡oh reina! los hundirías
en una profunda fosa de soledad.

Maldita maldición

Donde ahora se erguía una ciudad antes existía un pueblucho que, a pesar de su pobreza, era respetado e incluido en los mapas de carreteras. El lugar en sí no era digno de mención, pero la noble familia que allí residía sí lo era. El padre de la familia era generoso y poseía una fortuna inmensa, que compartió de buena gana con sus vecinos. De este modo, masas de personas acudieron al pueblo en busca del oro y la plata del señor, que no importaba de regalar a cualquiera que besara su mano en una señal de lealtad. El pueblo prosperó tanto que hasta las más famosas de las empresas establecieron allí sus fábricas, y así el pueblito sin nombre pasó a ser una gran ciudad, llamada Paris.

El gran señor que alzó el pueblo y le dio su nombre tenía una hija. Era un hombre despreocupado y vivía feliz con lo que tenía, así que no se preocupaba en absoluto por su descendencia y su escasez de herederos. Ella se llamaba Aline. Era una chica muy tímida que apenas salía de casa, y apenas alcanzaba los diez años de edad. Le gustaban los cuentos sobre caballeros y princesas, donde se involucraban criaturas como las hadas y otras mujeres hermosas “Un día serás igual de bella que ellas” le decía su padre. Ese día nunca llegó. Con los diez años recién cumplidos, una asistenta encontró a Aline sentada en su silla con la cabeza recostada sobre la mesa y un libro en el vientre que goteaba sangre. La niña había sido violada y luego asesinada. Cuando su padre cruzó sus ojos con los ausentes y azules de su hija muerta algo murió en su cabeza, y todos los sentimientos afables que lo caracterizaban se convirtieron en ira, rencor y en una de las peores maldiciones que se pudieran formular. Con la sangre de la hija en sus manos, este levantó un dedo y maldijo a la ciudad entera que lo había traicionado y había asesinado a su hija. El padre se suicidó, y Paris quedó maldita por siempre. Paris entera escupió en esa maldición y la olvidó.

Una chica diferente, sin embargo, que vivía la misma ciudad, viajaba a la escuela de la mano de sus padres, que la balanceaban entre sonrisas. Era una niña muy alegre, pero no se le daba bien relacionarse con los demás, y no tenía apenas amigos. Así pasó la mañana rodeada de sus compañeros de clase, que eran nada más que extraños para ella (hasta hablaba más con sus profesores, y eso cuando abría la boca para pronunciar algo que no fuera un suspiro). El padre la recibió a la salida de la escuela con un abrazo, y de la mano se volvieron para casa. Cuando llegaron, la madre ya tenía lista la comida, y pidió a su hija que se lavara las manos “Si no te lavas bien las manos te saldrán granos en ellas” le decía su padre. Todos se reunieron a la mesa. Cuando encendieron la televisión, escucharon de las recientes muertes de niñas por toda la ciudad. Los padres apagaron la televisión, y la familia no quiso saber más sobre ello.
Al siguiente día, cuando su madre la llevaba hacia su escuela como rutina, un hombre apareció y derribó a su madre, dejándola inconsciente en el suelo
-¿Te llamas Aline?-preguntó rápidamente el desconocido, que no parecía ser muy inteligente.
Ella no respondió. El hombre arrastró a Aline por entre una multitud de gente que la miraban con desprecio. Algunos se movían incómodos, otros parecían ansiosos, y algunos sonreían, pero sobre todo, hablaban, y no dejaban de hablar, cuchicheaban entre ellos palabras que se perdían en el gentío, un sinfín de siseos y sonidos ininteligibles. De repente, Aline se quedó ciega, y notó que subía unas escaleras
-¡Oh, gran señor y fundador de nuestra preciada ciudad! ¡Te rogamos perdón y te entregamos a la niña en muestra de agradecimiento y fidelidad!-Aline sintió el acero en su cuello, y un extraño cosquilleo invadió su cabeza. Sintió el corte en el cuello y el chorro caliente de sangre manar de él. En sus oídos se escuchaban sonidos difusos de gritos parecidos al júbilo y la exaltación, seguidos de muchos murmullos. Por último escuchó un grito de horror “Mamá” pensó. En cuanto no la sujetaron se cayó al suelo para ahogarse en su propia sangre mientras sostenía una terrible maldición en sus labios.


Camino hacia el purgatorio

Abrí los ojos junto a un lago. Sus aguas eran más negras que la mismísima oscuridad que rodeaba todo a mi entorno, y ambas parecían no tener un fin. Una luz enfermiza, blanca o gris, iluminaba mis cercanías, y disipaba la oscuridad a mi paso. La yerba alrededor del lago estaba muerta y seca, tan oscura como el carbón, solo que mucho más fría y vacía al tacto, y ningún viento la movía. Comencé a caminar, pero pronto tuve que detenerme. No había nada al otro lado, solo un precipicio hondo y aterrador. Un trozo de tierra apareció del vacío y se colocó con el suelo a mis pies como piezas de un rompecabezas, y así continuó ocurriendo siempre que daba un paso. Hacia donde yo caminaba, siempre recto, el camino se alzaba desde debajo de los abismos para que yo pudiera avanzar sin problemas. Si miraba adelante solo veía oscuridad, me sentía como un ciego sin su lázaro, así que decidí mirar hacia abajo todo el tiempo que caminara, observando con cuidado cómo los trozos de suelo encajaban unos con otros.

Una pradera de flores blancas sobre hierba grisácea se alzó en redondo a mi caminar. Eran muchas, incontables azucenas preciosas, bañadas en un rocío espectral en tensión absoluta que las hacía brillar como si la lluvia hubiera sido reciente y los rayos de un sol imperceptible les sacasen destellos de belleza. Me agaché, y picado por la destructiva curiosidad humana, arranqué una de ellas. Un chillido muy agudo, discorde, que rasgaba el sonido como unas uñas arañando mis oídos se extendió en un eco casi palpable, y poco a poco se convirtió en susurros siseantes que se distorsionaban con otros rumores lejanos. La flor se marchitó y se retorció en mi mano, ennegrecida y hecha jirones sobre sí misma. Una grave culpa me invadió al tirar la flor de nuevo contra el suelo. No tenía ni la menor idea de lo que había hecho, aunque luego lo entendería, muy a mi pesar.

El camino se me mostró antes de que yo pudiera caminar lo suficiente, y al final de él me esperaban unas puertas tenebrosas e inmensamente grandes. Di un paso cauto, y sin darme cuenta ya estaba junto a las puertas, a pocos metros de ellas. Una figura blanca, a diferencia de todo lo demás en aquel espacio indefinido y a semejanza de los lirios que antes había visto, apoyaba su espalda contra las grandes puertas. Por algún motivo, me sorprendió ver que llevase ropa encima. Llevaba una capa nívea ajustada al cuello que le caía hasta los pies, y un sombrero de copa negro, muy alto y abombado. De entre las sombras que las alas del sombrero proyectaban en su rostro vi ojos felices, graciosos, y cuando inclinó la cabeza para saludarme también sus labios sonreían. Los labios se abrieron y su dentadura entera sonrió de una forma que me causó un terrible escalofrío. Cuando observé su rostro con cuidado, me di cuenta que llevaba una máscara.


El desconocido dio un leve golpe a la puerta, que en realidad sonó como un fuerte estruendo, hueco, como si al otro lado no hubiera nada más que vacío, y eso temía yo. Ambas puertas se abrieron en silencio, como dos fantasmas al caminar. Al otro lado solo había oscuridad. Las piernas me temblaban a cada paso, y solo quedaban tres para entrar. Uno, dos, tres… las puertas se cerraron tras de mí y me vi otra vez rodeado de azucenas, pero todas muertas y retorcidas, esparcidas unas sobre otras por el suelo, tan negras como el azabache. Las flores gemían de un sufrimiento indescriptible, y murmuraban palabras ininteligibles que parecían maldiciones resignadas. Allí permanecí, por toda una eternidad, derramando lágrimas que no podía derramar, como una flor más, tan marchita y triste como las otras, orando para que llegase mi turno de abandonar el purgatorio.

La caída de la ciudad roja

En el cielo solo quedaba el rojo recuerdo del sol, que teñía todo del mismo. Hacía frío, y mi respiración se convertía en pequeñas volutas de espeso humo blanco; parecía tan real que no podía evitar comprobarlo, sin embargo, siempre se desvanecía. Yo caminaba envuelto en la completa oscuridad, porque el sol solo parecía haber iluminado el cielo, y yo no era capaz de ver lo que tenía delante, ni lo que tenía a mi alrededor tampoco. Tal vez porque no había nada delante, tal vez porque no había nada detrás. No tuve fuerzas de pararme y mirar atrás. Solo seguí caminando, sin rumbo alguno, sin esperanza de encontrar nada. Caminé y caminé mientras el suelo se iba formando a cada paso que daba guiándome a ningún lugar. Eso era todo lo que podía hacer. Si miraba hacia atrás mi cuello se rompería y no sabría cómo devolverlo a su lugar. Continuaría mi camino hacia ningún lugar con la cabeza agachada.

Me golpeé la cabeza contra algo muy duro y, temiendo la posibilidad de que un basilisco me engullera (lo creí hasta tal punto que me pareció llegar a desearlo), levanté la vista para identificarlo. Era un muro rojo. Parecía como si me hubiera topado con una ciudad. Lo primero que pensé en hacer fue seguir mi camino, rodear la muralla y continuar el viaje a ninguna parte, pero los gritos, los murmullos y la luz me llamaron la atención, y al final, decidí entrar. La ciudad estaba muerta. Lo único que había eran casas consumidas por el fuego y cadáveres. Sin embargo, una gran multitud se había juntado en el centro de la misma, alrededor de un hombre subido encima de una cruz de madera enorme y astillada. No tenía rostro, vestía de blanco, llevaba un sombrero y un ataúd negro en la espalda. El cielo se reflejaba en la ciudad como un torrente carmesí. Las gentes estaban bañadas por esta luz, haciendo que todos parecieran los mismos, hombres, mujeres, niños y ancianos. El hombre blanco alzó sus brazos con fuerza y dijo estas palabras:
-¡Todos recen a sus dioses, porque se reunirán con ellos!


La tierra abrió sus espantosas fauces lentamente como si acabara de despertarse de un sueño, y una tras otra las personas fueron lanzándose al vacío. Observé cómo la tierra se tragaba la ciudad y luego cerraba su boca, satisfecha. Todo lo que siguió a esto fue Caos. La luna devoró las estrellas y los monstruos se despertaron entre terribles gruñidos y suspiros; calaveras emergían del lodo a mis pies, las había de todas clases, pero las humanas abundaban; las cascadas, que llevaban un fluido oleaginoso y rojo en vez de agua, caían desde el cielo, bañándome en lo que creía que era una sangre seca y muerta hacía siglos; unas ensombrecidas columnas de pérfido se alzaron del barro, todas retorcidas y distorsionadas, como si la realidad estuviera fuera de quicio. 

Continué mi camino, sin saber muy bien si caminaba por la tierra o el cielo. Esa fue la trigésimo séptima ciudad que vi caer. 

Carnaval ardiente

El otoño arrastra un carnaval de hojas carmesí. El viento mece su caída desde una rama hasta el suelo, haciéndolas voltear, derecha e izquierda, en una danza sin parejas. A cada paso de la estación, el suelo es cambiado por miles de ellas que dieron fin a su baile, de todos los colores que puede ofrecer la estación: rojos, amarillos y naranjas. “La danza del fuego” es llamada por los habitantes que viven en este particular bosque. A cada lado del camino hay árboles majestuosos, todos teñidos a la moda que se ha dictado. En la copa de los árboles las ramas ceden y las hojas caen. Los rayos de luz, tímidos, atraviesan el techo, que poco a poco se disipa, dejando caer bucles de luz a un lado y otro del camino mientras las hojas danzan arropadas en luz, o desnudas en la sombra. Los afortunados habitantes saben que deben acudir para presenciar algo tan hermoso.

Los desgraciados habitantes conocen del peligro de la noche, y se esconden para no presenciar algo tan horrible. La noche devora el día, y la luna salpica con sangre el cielo. Un cuervo se posa sobre la rama de un árbol, y con su graznido las hojas tiemblan, con su mirada el viento se agita y grita, y los lagos y riachuelos se congelan cuando sus alas extiende. Las hojas se mantienen en sus ramas, sollozando en silencio y orando porque el sol no las haya abandonado para siempre. Llegan más cuervos. Todos se congregan en la copa de los árboles. La luna baña la noche con su luz, y el sendero de árboles se prende en matices rojizos, como un magenta vago.


Las hojas caídas se quiebran en un chirrido espeluznante y aterrador cuando son aplastadas por las pisadas de un desconocido. Soporta una capa en sus hombros, y arrastra consigo unas cadenas alrededor de su cuello y entrelazadas en los brazos. A pesar de ello, sus pasos son tan ágiles como los de una bailarina. Cada movimiento resulta en un gemido que las hojas emiten al sentir el frío de las cadenas. Una risa amarga impera en el bosque. Los cuervos observan fijamente al bailarín, con sus ojos rojos clavados en la danza, sin emitir ningún ruido. Del suelo aparecen llamas frías, verdosas y azules. Vagamente tratan de seguir el paso del desconocido, y se limitan a dar vueltas y giros alrededor de él. El bosque cae en una melancolía absoluta, y un coro de sollozos, palabras ininteligibles, maldiciones, oraciones y tristes cantos acompañan el baile. El hombre tararea una canción lejana. Da un paso, otro, y las cadenas se agitan, las hojas chillan y los cuervos graznan. Alza los brazos con el penumbroso sonido del entrechocar dos objetos metálicos y las llamas se apagan, volviendo a la tierra a sus pies. De esta vuelven a salir llamas, pero estas, rojas, naranjas e incontrolables, hacen arder a todo con lo que encuentran a su paso. Los chillidos se vuelven más dolorosos y profundos, se escuchan con más claridad; la amarga risa desconoce ya de qué se ríe, sin embargo, se encuentra tan absorta en la locura y el Caos y es tan estrepitosa y aterradora, que ya no necesita una razón; los cuervos graznan y ,ahora, las hojas bailan a su alrededor, en oscuridad y llamas. Forman un círculo negro y rojo, y el bosque entero se enciende creando un infierno semejante al Hado. Se formó el carnaval ardiente y se extendió de copa en copa. Los cuervos se unieron al baile, y entre sus gritos giraron entorno al desconocido. De pronto, todo se detiene, cae el silencio y el Caos se esconde, los cuervos envuelven al hombre, y este desaparece en plumas negras. Donde antes estaban las aves, ahora solo caen sus plumas al suelo. Los fuegos se apagan como alguien que aplasta la pequeña llama de una vela. La luna hace su reverencia y el sol aparece, poco a poco, en su lugar. Cuando los habitantes salen de sus casas, aterrados por lo que haya pasado, lo único que son capaces de encontrar fuera de lugar son plumas negras donde antes había hojas.

viernes, 27 de septiembre de 2013

La muerte tiene nombre de mujer

Una vez soñé
que un cuervo
me arrancaba un ojo,
eras tú, sin embargo,
que me besaba el rostro.

Una vez soñé
que mi cuello
de una cuerda colgaba,
eras tú, sin embargo,
que en un abrazo
te entregabas.

Una vez soñé
que mi mente
fuera de quicio estaba
eras tú, sin embargo,
que susurraba
en mi oído.

Una vez morí
y aquella vez,
fue la vez
que te conocí.