martes, 15 de octubre de 2013

La muerte tiene nombre de mujer III

Escucho en mi cabeza
un cautivador susurro
que vierte sobre mí
un oscuro deseo.

Veo en el inmenso lago
dos glaucos ojos
que suspendidos sobre él
reflejan un reprimido
y muy oscuro deseo.

Contemplo la belleza
de la auténtica deidad
y caigo absorto y de rodillas
ante el suicida deseo
de osar amarla.

martes, 8 de octubre de 2013

Catherine

Era medianoche. Con una mano sujetaba el paraguas negro y, con la otra, un ramo de lirios blancos. El repiqueteo de las gotas de lluvia componía un triste y melancólico réquiem. La luna, inmensa y gris, observaba desde el seno del cielo estrellado; las criaturas nocturnas se despertaban entre horribles bostezos y gruñidos; los cuervos me escrutaban con sus brillantes ojos y desgarraban el silencio con sus graznidos. Contemplé la tumba una vez más y contuve un suspiro. Me incliné y coloqué lentamente las flores al pie de su lápida.

Compré una casa en Verona y comencé una nueva vida allí. Aun en duelo, continué con mi labor de pintor. El lugar era ideal para la tarea: verdes colinas se elevaban del suelo, las abandonadas vías de un tren, las nevadas montañas a lo muy lejos, el cielo azul y adornado con pequeñas y coquetas nubes, y que a la hora del atardecer se volvía una hermosa e inmensa llamarada, y a la medianoche las estrellas iluminaban el tenebroso mosaico como miles de faros mientras las fugaces surcaban el oscuro océano. Sin embargo, mi arte estaba maldito, todo lo que pintaba se volvía una masa oleaginosa de terror.

Mi suerte cambió cuando conocí a una mujer llamada Anastasia. Nos conocimos en una cafetería mientras yo leía el periódico. Se había sentado en la barra, a mi lado. Se le había olvidado la cartera y no podía pagar lo que había pedido, así que yo me ofrecí a pagarlo. Era una mujer joven, de piel morena, fina cintura y cabellos rubios, no obstante, lo que de verdad me cautivó fue el momento en que, sonrojada, se quitó el sombrero, me miró con sus muy verdes ojos y se disculpó. Ana estaba interesada en la pintura, y se emocionó mucho al escuchar que yo era un pintor. Le ofrecí venir a mi casa y contemplar mis obras, a lo que ella accedió gustosa. Tuve que enseñarle las pinturas más antiguas, de las primeras que había creado, y esconder las recientes. Cuando nos dimos cuenta ya había caído la noche, y cuando Anastasia iba a irse la retuve, me confesé y nos convertimos en amantes. A la mañana siguiente, me pidió que la dejara vivir junto a mi, y se decidió a ayudarme con mis cuadros.

Era una persona gentil, humilde y algo ingenua, lo que hizo que la convivencia funcionase, a pesar de mi carácter. Sin embargo, Anastasia sufría una extraña fobia conocida como nictofobia o acluofobia. La había padecido con semejante intensidad entre los cinco y ocho años que había perdurado hasta su adultez. Esta fobia no era otra cosa que el miedo a la oscuridad. Ana me lo mencionó el primer día que dormimos juntos. En un primer momento no me importó, pero con el tiempo se convirtió en una verdadera molestia.

Anastasia se había convencido de que posaría para mis cuadros, por mucho que yo intentase explicarle que no iba a funcionar. Yo me sentía muy incómodo de plasmarla en un lienzo, porque había oído que muchos pintores contrataban modelos para que posasen para ellos y, aunque no fuese así, sentía que la estaba utilizando. Además, cada vez que se ofrecía para la tarea sentía que ella se reía de mí, y puedo jurar que la escuché reírse, aunque sus labios no se hubiesen movido y ella lo negase. Era una risa amarga, orgullosa y muy irritante.

Un día me acerqué, nervioso y con ambas manos en los bolsillos, a ella. Ana estaba escribiendo una carta cuando le pedí que se casara conmigo. Ella soltó la pluma y se tiró a mis brazos. Organizamos la boda lo antes posible, y cuando llegó el día ya no sabía si meter mis manos en los bolsillos o colocármelas en la cabeza. Ambos subimos al altar, observados por todos nuestros amigos y mis familiares. Cuando Anastasia dio el "sí", un fugaz recuerdo me cruzó la memoria y un sentimiento me oprimió el pecho. Miré los ojos de la que iba a ser mi esposa y dudé un instante, para decir, casi con la voz quebrada, "sí".

A la mañana siguiente, Anastasia ya se había levantado y la oía preparar el desayuno en la cocina mientras yo me desadormilaba. Encontré, muy sorprendido, un hilo de cabello largísimo y tan negro como el azabache en el lugar de la cama en el que había dormido Anastasia. Estaba desconcertado, porque no podía ser de ninguno de los dos, y nadie había dormido antes en aquel mismo lecho. Me sacudí el recuerdo de nuevo, y lo dejé caer al suelo, tratando de olvidar el tema.

Ya se había hecho la noche, y yo volvía a casa de una exposición de arte. Al entrar, encontré a mi esposa sumida en oscuridad, escribiendo sobre un papel tal vez alguno de sus fantásticos relatos. Rápidamente encendí una luz y me acerqué a ver si se encontraba bien. No noté nada extraño en ella: me enseñó la misma sonrisa cuando me vio, hizo las mismas muecas y habló con tranquilidad. No obstante, se negó a enseñarme lo que había escrito, y cuando subimos al dormitorio me retuvo de encender la pequeña vela que antes necesitaba para conciliar el sueño.

Anastasia había salido al mercado mientras yo terminaba de darle los últimos retoques a una de mis obras. Me había quedado sin pintura, así que fui a buscar más. Me golpeé la cabeza contra una estantería, e hice caer una agenda que no había visto antes con el golpe. Al abrirla, encontré en la última página el papel que Ana no había querido que leyera."Maldición" estaba escrito en él, pero repetido unas sesenta o setenta veces. Escuché la puerta principal abrirse, y coloqué todo de vuelta en su lugar. Fui a darle la bienvenida, pero mis ojos se detuvieron en su pelo antes de decir palabra. Un mechón de su cabello era negro-¿Es una mecha?-pregunté, curioso y algo aterrado. Ella no respondió, y subió al dormitorio a escribir en un papel otra vez.

Pasaron algunos días. La actitud de mi esposa había comenzado a cambiar. Se mostraba mucho más interesada en lo que yo hacía, utilizaba todo su tiempo en estar conmigo y requería mi presencia tan a menudo que resultaba posesiva. Había dejado de escribir, y parecía haberse vuelto más meticulosa, mucho menos torpe y más apasionada. Sin embargo, no solo su personalidad había cambiado. Cuando la vi dormir junto a mí, observé que sus manos se habían vuelto frágiles, su piel lánguida y blanca como la nieve, y su cabello se había tornado todo él negro. No era posible reconocerla. Cuando ella abrió los ojos en la oscuridad, completamente sosegada, un escalofrío recorrió mi cuerpo al comprobar que sus ojos eran negros. Me libré de su abrazo, di un salto fuera de la cama, bajé al piso inferior, cogí un abrigo y unas botas y huí en medio de la noche y el frío. Al darme la vuelta mientras corría, la observé aferrada contra la ventana con los ojos torcidos y con lágrimas surcando su rostro. También reconocí una mano en su hombro y una sombra que la envolvía y lo contemplaba todo.

Por suerte, el abrigo que me había llevado tenía mi cartera en él, así que me compré algo de ropa y un vuelo de vuelta a París. Una vez allí, vi a lo lejos el cementerio, cerca de un pantano repleto de fuegos fatuos. El tiempo parecía haberse congelado desde la última vez que estuve allí: los cuervos seguían posados de los mismo postes, observando, amenazantes, el verano parecía no haber rozado el frío espectral que aquel lugar manaba y la luna se encontraba en la misma posición. Me armé de valor y abrí la tumba de mi anterior esposa. Sus huesos no estaban. Noté el aliento de alguien en mi hombro, y vi a Anastasia detrás mío, sosteniendo un cuchillo-¡Catherine!-exclamé, al reconocer a mi mujer, muerta hacía un año, bañada en luz de luna y sangre. Me clavó el cuchillo y ambos caímos en la tumba. Catherine me besaba el rostro mientras lloraba amargas lágrimas y yo me desangraba.





martes, 1 de octubre de 2013

La muerte tiene nombre de mujer II

De mi ventana unas oscuras alas se posan,
su penumbroso batir perturba mi sueño,
y un terrible graznido, finalmente, me despierta,
y, calado en sudor y con los ojos torcidos,
me incorporo y no veo nada.

Las campanas anuncian con su grave gemido,
como doce tristes y desgarradores sollozos,
la nebulosa, sombría y penosa medianoche
y, aterrado de los murmullos nocturnos,
vuelvo a mi lecho.

Son en vano mis esfuerzos por conciliar el sueño,
mas una oscura presencia oprime mi pecho,
y un tenebroso y dulce susurro que sisea
un acaramelado y hermoso poema,
acaricia mis oídos.

Abro mis ojos una vez más y nada veo,
mas siento una mano nívea, etérea y suave como seda,
lánguida, frágil y huesuda,
que acaricia mi rostro y mi cabello
y que, poco a poco, cierra mis párpados.

Caigo presa de un profundo sueño,
contemplo la impenetrable oscuridad
que a mi alrededor abunda,
y soy atraído por un canto de sirena
hacia un océano de sombras.