martes, 12 de noviembre de 2013

Los muros y el ángel

Los centinelas de madera custodiaban los lados del camino como fantasmas inmóviles y, posadas sobre ellos y sin emitir ningún ruido, dormían las lechuzas. Solo se escuchaban el lejano rumor de las aguas de un río, mis pisadas y mi respiración. La luna bañaba el bosque en una luz espectral que desvelaba cada rincón, cada sombra y cada terror nocturno que la imaginación pudiese crear. El perfume de la lluvia impregnaba el aire, y aún caían pequeñas y cristalinas gotas de mi sombrero. Toda la flora estaba muerta a pesar de la agobiante humedad, y lo único que de ella restaba eran flores marchitas y yerba gris.

Al final del camino encontré unos muros de entorno a cinco metros de altura, lisos y negros. Estaban construidos a partir de una única y gigantesca pieza de pórfido a la que el tiempo no había osado tocar. La yerba en el suelo dejaba de crecer a un metro de distancia del mismo, y no se podían ver en él ni una sola imperfección. Un profundo pesar me invadió al acercarme a ellos, y un sentimiento de tristeza y desesperanza se apoderaron de mi alma. Las fibras de mi cuerpo se sobrecogieron como si un espectro hubiese cruzado a través de mí, como si el invierno hubiera arrancado el aliento de mis pulmones. No se podía escuchar ningún sonido proveniente del otro lado, como si no hubiese nada en su interior o como si la población, tanto personas como animales, estuvieran de luto. Las nubes encapotaron el cielo y cubrieron la tierra con una mortaja, las estrellas se apagaron y, poco a poco, todo se sumió en oscuridad. El miedo pronto se apoderó de mi mente y, en la noche, los contornos y las formas del bosque se convirtieron en monstruos terribles provenientes de las fosas más profundas de mi imaginación.

Escapé de la oscuridad y me refugié en la trémula luz de las antorchas que salpicaba las dos grandes puertas de ébano. Dos guardias con la nariz colorada y las mejillas muy rojas, sentados sobre unos taburetes y jugando a los dados, protegían la entrada a la ciudad. Ambos apestaban a alcohol y sudor y jugaban sin decir una palabra o hacer un gesto, observando fijamente el tablero. No me detuvieron, pero me advirtieron que lo único que iba a encontrar dentro era miseria y muerte. Tenían razón. Al otro lado, todo era desgracia. Las casas eran grises, pequeñas y de tejados planos, las personas vestían harapos y caminaban descalzos, y el silencio casi se podía respirar. Los enfermos y los tullidos, llenos de bultos y sin producir ni un murmullo, arrastraban sus pies de un lado a otro sin rumbo, contemplando la nada con llorosos y blancos ojos, perdidos en alguna fantasía. Un repulsivo olor a fósforo lo envolvía todo, casi tan desagradable como las manchas rojas en los rostros de la gente. Algunas personas, tal vez sanas, me observaban desde las ventanas de sus hogares, pálidos y temblorosos. Mi mirada se posó sobre una montaña de cadáveres y esqueletos que se encontraba en uno de los rincones de la fortificación. Unos estaban siendo comidos por los gusanos y a uno más reciente le devoraba el ojo izquierdo un enorme cuervo. Me dieron náuseas. El lugar en sí me daba náuseas.

El posadero no pareció darle importancia a que pasara la noche allí, porque aceptó el dinero con rapidez. El hombre me miraba y parecía agradecido, pero no decía nada. Entonces apareció una mujer de baja estatura, macilenta y de cabellos rubios casi canosos, que me llevó hasta mi habitación. Ella resultaba ser la hija del posadero. Me explicó que su padre había perdido la lengua por orden del dueño de la ciudad, debido a que él había exigido que uno de los médicos privados atendiese la enfermedad de su mujer. También me dijo que se rumoreaba que la familia que dominaba el territorio y vivía dentro de los muros poseía una cura para todos los males e ,incluso, una pócima que concedía la vida eterna a quien la bebiera. Al parecer, el rumor comenzó a circular por los alrededores cuando una mujer de belleza exagerada entró en la casa de los propietarios, aunque nunca se la había vuelto a ver. Desde entonces, nobles y burgueses de todas partes comenzaron a acudir a las fiestas que la familia celebraba en su fastuoso palacio.

El estruendo del viento y el agua golpeando las ventanas me despertaron. Abandoné la posada sin despedirme. En el exterior, una tempestad azotaba la tierra, los rayos atravesaban las nubes y los truenos crujían como lejanas campanas. El pueblo se había escondido de la tormenta en sus casas y los pocos que se atrevieron a salir de ellas anteriormente habían desaparecido. Algunos enfermos, de los que asumí que no tenían a nadie que los cuidase, decidieron permanecer en los rincones de las calles, mirando fijamente el cielo y, tal vez, esperando su muerte. Colocando una mano sobre mi sombrero para que el viento no se lo llevara, contemplé la residencia de la tan famosa familia. Era difícil no verla. Medía tanto como los muros que rodeaban la ciudad y estaba vallada, además, un modesto jardín se extendía hasta su entrada, formado por flores variopintas y hierba verde, la única flora viva que había visto desde que había llegado a la región. Dentro de la mansión también parecía existir la vida, porque cada ventana de las muchas que tenía estaba iluminada y se veían sombras moverse y bailar. Me pregunté por qué se habrían molestado en construir algo tan lujoso en un lugar que había sido maldecido.

Me dirigí a los dos vigilantes en la entrada y les enseñé mi invitación, me abrieron las puertas y uno de ellos me escoltó hasta el interior del palacio. Una sirvienta me recibió y me dijo que esperase allí, que ella iba a avisar al anfitrión de que ya había llegado. La mansión era por dentro exactamente como me la había imaginado: un abismal contraste con el exterior. Del techo colgaba una lámpara de araña, de las paredes cuadros con marcos de oro y el suelo estaba cubierto con alfombras árabes. Los invitados vestían prendas de calidad, vestidos de seda y se tapaban la mitad del rostro con unas máscaras divertidas. Se entretenían bebiendo de sus copas de vino y cortejando a unas doncellas que podían ser sus hijas. Otros tomaban directamente de las botellas y jugaban a las cartas en una mesa en el rincón sin sus antifaces encima. Unos cuantos músicos que llevaban sombreros muy ridículos y de los que colgaban cascabeles tocaban la lira y cantaban poemas épicos en medio del salón, intentando armar el mayor jaleo posible y rodeados por todos. Yo estaba completamente de lugar. Después de todo, no había venido por la fiesta.

Atravesé a la multitud y me acerqué a la puerta que daba al sótano, saqué la llave de mi bolsillo y me deslicé hacia dentro. Recordaba el camino, aunque no tuviese mucha perdida, y no necesitaba luces. La humedad se agravaba cuanto más bajaba y el olor a fósforo se hacía aun más intenso. Una sensación siniestra parecía provenir de los muros que cada vez se acercaban más a mí mientras bajaba los peldaños, tenía el corazón oprimido, y no recordaba tantas escaleras. Finalmente terminé el descenso, exhausto. Me encontré con una estancia grande, repleta de barriles y botellas de vino, iluminada por una antorcha solitaria. El sótano había sido utilizado como bodega, lo que explicaba que no hubiese telarañas y apenas polvo cuando habían celebrado semejantes fiestas. Abrí la pequeña puerta de madera y la cerré detrás de mí. Allí dentro resultaba incluso más difícil respirar y sentía como si mis pulmones estuviesen siendo aplastados. Por el suelo había sangre seca y unas plumas muy extrañas, que no pertenecían a ningún ave, que conducían a un punto, donde se reunía un charco de sangre fresca y brillante. Había planeado robar el remedio para curar todas las enfermedades y, si era cierto, probar yo un poco y conseguir la inmortalidad. La única razón por la que había venido a parar a esa maldita ciudad era para huir con la famosa pócima, habiendo tenido la suerte de haber trabajado como mayordomo para la familia unos años atrás, cuando esta ciudad era bella y sus gentes no morían en las calles como ratas. No podía robar el secreto, ¡porque era un ser humano!.

Una mujer estaba crucificada en el medio de la habitación. Unas estacas de madera atravesaban sus muñecas, otras sus tobillos y una su garganta, clavándose en la cruz gigantesca que pendía del techo sujetada por cadenas. Su cuerpo tenía marcas de apaleamiento, y parecía que había sufrido cortes recientes en el vientre. No podía ver su rostro porque su pelo me lo impedía, pero dudaba que fuese agradable. Cuando di un paso en la estancia, la mujer levantó la cabeza como un resorte, las cadenas entrechocaron y de su garganta salió un gemido lastimero, discordante, como surgido de un abismo. Un escalofrío me recorrió la espalda. Iba a huir, pues sabía que aquel grito había alertado a los oídos más atentos, pero algo me hizo quedarme y liberarla, por muy imposible que aquello fuese un ser humano. Había algo en sus ojos que reconocí como lágrimas, tan puras y transparentes como las de un recién nacido. Cuando la rodeé para quitarle la estaca de la garganta vi en su espalda unos huesos plegados sobre sí mismos, sin carne que los cubriese, salir de su columna. Le quité la última y ella, por encima de mí, mirándome a los ojos murmuró algo que no pude entender. Entonces, el heredero de la familia entró por la puerta blasfemando junto a una bandada de sus criados. La mujer nos acusó con el dedo, y las plumas de la habitación se volvieron negras y de los huesos en su columna surgieron alas monstruosas. Batió las alas y la tierra tembló con un estrépito terrible, abriendo sus fauces con un amenazador rugido. Parpadeé un instante y tanto ella como la ciudad habían desaparecido. Lo único que sobrevivió a aquello fueron los muros de pórfido, yo y una pluma negra.



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