sábado, 28 de septiembre de 2013

La caída de la ciudad roja

En el cielo solo quedaba el rojo recuerdo del sol, que teñía todo del mismo. Hacía frío, y mi respiración se convertía en pequeñas volutas de espeso humo blanco; parecía tan real que no podía evitar comprobarlo, sin embargo, siempre se desvanecía. Yo caminaba envuelto en la completa oscuridad, porque el sol solo parecía haber iluminado el cielo, y yo no era capaz de ver lo que tenía delante, ni lo que tenía a mi alrededor tampoco. Tal vez porque no había nada delante, tal vez porque no había nada detrás. No tuve fuerzas de pararme y mirar atrás. Solo seguí caminando, sin rumbo alguno, sin esperanza de encontrar nada. Caminé y caminé mientras el suelo se iba formando a cada paso que daba guiándome a ningún lugar. Eso era todo lo que podía hacer. Si miraba hacia atrás mi cuello se rompería y no sabría cómo devolverlo a su lugar. Continuaría mi camino hacia ningún lugar con la cabeza agachada.

Me golpeé la cabeza contra algo muy duro y, temiendo la posibilidad de que un basilisco me engullera (lo creí hasta tal punto que me pareció llegar a desearlo), levanté la vista para identificarlo. Era un muro rojo. Parecía como si me hubiera topado con una ciudad. Lo primero que pensé en hacer fue seguir mi camino, rodear la muralla y continuar el viaje a ninguna parte, pero los gritos, los murmullos y la luz me llamaron la atención, y al final, decidí entrar. La ciudad estaba muerta. Lo único que había eran casas consumidas por el fuego y cadáveres. Sin embargo, una gran multitud se había juntado en el centro de la misma, alrededor de un hombre subido encima de una cruz de madera enorme y astillada. No tenía rostro, vestía de blanco, llevaba un sombrero y un ataúd negro en la espalda. El cielo se reflejaba en la ciudad como un torrente carmesí. Las gentes estaban bañadas por esta luz, haciendo que todos parecieran los mismos, hombres, mujeres, niños y ancianos. El hombre blanco alzó sus brazos con fuerza y dijo estas palabras:
-¡Todos recen a sus dioses, porque se reunirán con ellos!


La tierra abrió sus espantosas fauces lentamente como si acabara de despertarse de un sueño, y una tras otra las personas fueron lanzándose al vacío. Observé cómo la tierra se tragaba la ciudad y luego cerraba su boca, satisfecha. Todo lo que siguió a esto fue Caos. La luna devoró las estrellas y los monstruos se despertaron entre terribles gruñidos y suspiros; calaveras emergían del lodo a mis pies, las había de todas clases, pero las humanas abundaban; las cascadas, que llevaban un fluido oleaginoso y rojo en vez de agua, caían desde el cielo, bañándome en lo que creía que era una sangre seca y muerta hacía siglos; unas ensombrecidas columnas de pérfido se alzaron del barro, todas retorcidas y distorsionadas, como si la realidad estuviera fuera de quicio. 

Continué mi camino, sin saber muy bien si caminaba por la tierra o el cielo. Esa fue la trigésimo séptima ciudad que vi caer. 

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