En el cielo solo quedaba el rojo recuerdo del sol, que teñía
todo del mismo. Hacía frío, y mi respiración se convertía en pequeñas volutas
de espeso humo blanco; parecía tan real que no podía evitar comprobarlo, sin
embargo, siempre se desvanecía. Yo caminaba envuelto en la completa oscuridad,
porque el sol solo parecía haber iluminado el cielo, y yo no era capaz de ver
lo que tenía delante, ni lo que tenía a mi alrededor tampoco. Tal vez porque no
había nada delante, tal vez porque no había nada detrás. No tuve fuerzas de
pararme y mirar atrás. Solo seguí caminando, sin rumbo alguno, sin esperanza de
encontrar nada. Caminé y caminé mientras el suelo se iba formando a cada paso
que daba guiándome a ningún lugar. Eso era todo lo que podía hacer. Si miraba
hacia atrás mi cuello se rompería y no sabría cómo devolverlo a su lugar.
Continuaría mi camino hacia ningún lugar con la cabeza agachada.
Me golpeé la cabeza contra algo muy duro y, temiendo la
posibilidad de que un basilisco me engullera (lo creí hasta tal punto que me
pareció llegar a desearlo), levanté la vista para identificarlo. Era un muro
rojo. Parecía como si me hubiera topado con una ciudad. Lo primero que pensé en
hacer fue seguir mi camino, rodear la muralla y continuar el viaje a ninguna
parte, pero los gritos, los murmullos y la luz me llamaron la atención, y al
final, decidí entrar. La ciudad estaba muerta. Lo único que había eran casas
consumidas por el fuego y cadáveres. Sin embargo, una gran multitud se había
juntado en el centro de la misma, alrededor de un hombre subido encima de una
cruz de madera enorme y astillada. No tenía rostro, vestía de blanco, llevaba
un sombrero y un ataúd negro en la espalda. El cielo se reflejaba en la ciudad
como un torrente carmesí. Las gentes estaban bañadas por esta luz, haciendo que
todos parecieran los mismos, hombres, mujeres, niños y ancianos. El hombre
blanco alzó sus brazos con fuerza y dijo estas palabras:
-¡Todos recen a sus dioses, porque se reunirán con ellos!
La tierra abrió sus espantosas fauces lentamente como si
acabara de despertarse de un sueño, y una tras otra las personas fueron
lanzándose al vacío. Observé cómo la tierra se tragaba la ciudad y luego
cerraba su boca, satisfecha. Todo lo que siguió a esto fue Caos. La luna devoró
las estrellas y los monstruos se despertaron entre terribles gruñidos y
suspiros; calaveras emergían del lodo a mis pies, las había de todas clases,
pero las humanas abundaban; las cascadas, que llevaban un fluido oleaginoso y
rojo en vez de agua, caían desde el cielo, bañándome en lo que creía que era
una sangre seca y muerta hacía siglos; unas ensombrecidas columnas de pérfido
se alzaron del barro, todas retorcidas y distorsionadas, como si la realidad
estuviera fuera de quicio.
Continué mi camino, sin saber muy bien si caminaba
por la tierra o el cielo. Esa fue la trigésimo séptima ciudad que vi caer.
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