martes, 25 de febrero de 2014

El esqueleto de una musa

Que es la tragedia mi existencia
que es Melpómene mi musa,
apenas musa
y apenas miseria de condena,
que es la nada mi pluma,
que es el ser mi tinta.

Babosas lágrimas de un cuervo
y azules cadenas ocultas
bajo la máscara de la musa,
apenas musa
y apenas recuerdo del esqueleto,
que solloza y suplica,
labio contra labio,
por su aterradora libertad.

jueves, 13 de febrero de 2014

Tiempo marchito

Surgen columnas de pórfido
Del abismal mar sombrío
Y se elevan baldosas de mármol
Que crean un camino

El color lo ha abandonado todo,
La fragancia ha desaparecido,
Tan solo el blanco de los lirios
Y el negro del océano
Aún no han perecido

Las azucenas florecen en las puertas
Y la máscara del bufón sonríe
Invitándome a averiguar
Lo que hay detrás de ellas

Esperanzas marchitas y flores pisoteadas,
Lloros de viuda y cantos de sirena,
Un reloj de ébano que hace tic-tac
Y mi propia cabeza sobre un altar

martes, 4 de febrero de 2014

Nube de barro

Luces carmesí de morboso espectáculo
Exhiben el cieno que de sus cuerpos escapa.
Cortinas purpúreas esconden torres de lluvia
Y pétalos de orquídea caen con cada gota.
La luna de melocotón ensombrecida
Entona una triste canción azul
Que a los gatos hace llorar.

Oboes gimen dentro del vientre de una nuez,
Figurillas de papel posan ante un espejo
Vestidas con sedas y encajes viejos
Y un corazón jura que daría una gota de sangre
Por una gota de vino.

Vierten tinta sobre el río gris
Los cuervos de erizado plumaje
Y columnas de mariposas huyen del desastre
Como destellos de belleza desaparecen de un retrato.

Edificios de barro hunden sus manos en el cielo,
Sus ojos ríen y el conejo observa
Los penosos libros que en cenizas se convierten.
El cuentacuentos prepara el funeral
De las desdichadas obras
Y el reloj contempla el cieno
Que de sus cuerpos escapa.

sábado, 1 de febrero de 2014

La Terrible Lamia

No fue un viaje agradable. Las gentes con las que me había encontrado, envueltas en ropas grises, sostenían una mirada melancólica y vacía y apenas intercambiaban palabras entre ellas. El paisaje era monótono y daba una sensación de simetría que me oprimía el corazón. El lago de terrorífica claridad dibujaba en él de forma exacta un castillo de terribles proporciones. Comenzaron a caer gotas negras del cielo. Se desató una tormenta. Los truenos sacudieron el silencio, el viento se arremolinó como una feroz bestia y los cuervos graznaron de forma incesante. Decidí entrar al viejo palacio y resguardarme allí de la tempestad.

Un hombre muy anciano o, quizás, muy joven, me abrió la puerta y me permitió entrar. El interior estaba repleto de fastuosas reliquias. De las paredes colgaban multitud de retratos, de los que supuse habían sido miembros de su familia, y del techo pendía una lámpara de araña que la ráfaga de viento comenzó a balancear. El señor me sentó en un inmenso comedor y me ofreció algo de sopa caliente. Mientras la tomaba, observé su rostro por el rabillo del ojo. Era extraño. Su piel era como el marfil y ni una sola arruga había osado aparecer en su sereno semblante, a pesar de que hubiese algo en él que me sugería vejez. Esbozaba una tímida sonrisa mientras esperaba a que terminase. A continuación, me enseñó un dormitorio y me aseguró que podría pasar la noche en su hogar. Antes de cerrar la puerta y casi como en un íntimo murmullo, me advirtió que tuviera cuidado con su hija.

Mis sueños fueron acechados por horrores monstruosos, carentes de forma o sentido. Me desperté en mitad de la noche empapado en sudor. Mi mente estaba asustada de cada sombra, cada rincón y de cada contorno. Eran miedos que nunca antes había experimentado y criaturas que nunca antes había imaginado. Parecía que las paredes se acercaban hacia mí, deslizándose de sus puestos como unos silenciosos reptiles. El techo ya me apretaba el cráneo cuando logré salir de la habitación.

Al final del pasillo vi una luz cálida y anaranjada que se filtraba por debajo de la puerta del salón. Me dirigí hacia ella. Allí me encontré con mi anfitrión, que leía un libro con una mirada ausente. No pareció notar mi presencia, porque mantuvo los glaucos ojos fijos en la lectura. Tampoco se inmutó cuando le saludé. Era como si no pudiera verme u oírme. Permanecí un rato observando. No pasaba las páginas del libro y tampoco parpadeaba, sin embargo, continuaba respirando. Supuse que dormía con los ojos abiertos y me alejé de él.

Continué vagando hasta que di con un jardín interior. Era un lugar íntimo, decorado con lirios, orquídeas y rosas de distintos colores, desde donde se podía contemplar el cielo y las estrellas sin que las luces de la ciudad molestasen. El aire estaba impregnado de un perfume delicioso. Podía sentir la frescura de un rocío invisible en la punta de mis dedos. En el estanque se reflejaba la luna gibosa y en sus aguas se bañaba una mujer. Creí reconocer en sus ojos el mismo brillo que en los del anciano, pero estos eran más verdes y delataban una inocencia mesmerizante. Al instante caí bajo su hechizo.

La mañana siguiente insistió en que me quedara para el desayuno o, al menos, hasta que dejase de llover. Yo accedí encantado, esperando poder ver a su hija una vez más. El anciano señor decía estar agradecido de tener algo de compañía y alguien con quien poder charlar. Cuando hube terminado mi comida nos movimos hasta el salón donde guardaba su colección de libros y antiguos manuscritos. Estaba entusiasmado por mostrarme su edición del Necronomicón traducida al latín. Allí nos encontramos con su hija, quien leía un librillo en voz baja, como para sí misma, junto a una gigantesca librería.
-Adoro que me dediquen poemas tan bellos-dijo al vernos entrar. Su padre frunció el ceño, muy molesto por algún motivo. Antes de que él pudiera decir nada le pregunté por el título de dicho poema.
-La Terrible Lamia-contestó ella, sonriente. Había algo aterrador en ella, algo que solo la hacía más tentadora. Era como la boca de un abismo que su mera visión te incitase al suicidio. Colocó de nuevo el libro en la estantería y le preguntó a su padre si nos permitiría pasear alrededor del castillo ahora que la lluvia había cesado. Él aceptó de muy mala gana y, con un gesto airado, salió de la habitación.

Afuera se podía respirar mejor que en aquel polvoriento cuarto y ningún cuadro podría seguirme con sus ojos. Todo, incluso las flores, olía a tierra húmeda. No obstante, un olor distinto me inquietaba, como la podredumbre de un cadáver o sangre corrompida y seca. Continuamos caminando por un camino que daba a una granja y unos cultivos de trigo. Nos detuvimos junto a un lago y contemplamos el tenebroso cuadro de ángeles caídos, de seres ya esclavos de la nada. Todas las personas con las que nos topamos saludaron a Lamia, aunque había algo en sus rostros que me llenaba de tristeza, especialmente el de los niños, que parecía que su juventud les había sido arrebatada. De pronto, un  escalofrío recorrió mi espalda y noté que me llamaban. Sentía dos manos de nieve estrujar mi cuello, notaba que me sacaban el corazón a través de la garganta y yo rezaba, suplicaba y articulaba sonidos ininteligibles. Mi cuerpo se movía. Vi un espejo y creí escuchar un chapoteo. Entonces desperté de mi ensoñación. Me encontraba en el jardín donde la había visto por primera vez, recostado en la hierba junto a Lamia. Estaba muy alterado, sentía que había olvidado algo. Mis manos temblaban. Ella se acercó y me tranquilizó mientras vertía dulces palabras en mi oído.

De alguna forma, logré pasar otra noche en el castillo. Le explicó al hospitalario anciano que me encontraba muy enfermo y que ella se encargaría de cuidarme. Era cierto que sufría una enfermedad. No obstante, sería más correcto decir que había sido envenenado. Ella era mi veneno, aunque yo no era consciente de ello. No me separé de ella en toda la noche. Me acarició el cabello hasta que caí dormido como un retoño.

El ruido de una puerta al cerrarse me despertó. Lamia no estaba en la cama. Me levanté y caminé por los solitarios pasillos repletos de ojos. La oscuridad esta vez era absoluta e interminable al igual que un océano de sombras. Podía escuchar los latidos de mi corazón retumbar en mis oídos como un concierto de tambores. Mi respiración se aceleraba. La negrura pareció vibrar y moverse, como las ondulaciones de un mar de terrores. Escuché una sola lejana campanada, grave y triste como el llanto de una viuda. Al final de la angustiosa oscuridad reconocí los rayos de la luna sobre el agua de la laguna. Una fragancia pestilente inundaba el aire y todas las flores se habían marchitado. Encontré allí a Lamia. Sus labios estaban teñidos con sangre reluciente, sus ojos eran dos llamas ambarinas, sus cabellos de azabache estaban erizados y la mitad inferior de su cuerpo era una enorme y escamosa cola de serpiente. Me susurró que me acercara, que me daría placer y felicidad. Me temblaban las rodillas y, paso a paso y con la mirada clavada en sus ojos de víbora, me fui acercando a ella. Colocó una mano en mi hombro y con la otra sujetó mi cabeza. Sus uñas se clavaron en mi carne hasta que comencé a sangrar y su cola envolvió mis piernas y las partió. Siseó unas últimas palabras y, de un mordisco, trituró mi cuello.

domingo, 26 de enero de 2014

Concierto de esqueletos y letras

Se representa en el viejo teatro
un terrible concierto de esqueletos.
Del suelo nacen graves notas,
se despiertan los trombones
y al fuego caen los serafínes.

Julieta muere en un altar
y Dionisio arranca sus cabellos.
De una lámpara cuelga una víbora,
más reptil que humana,
más viva que Capuleto.

Brotan rosas del cielo,
caen a la tierra lágrimas rojas
que se cuelan por las grietas
y se pierden en el abismo
donde nadie podrá recogerlas.

Ofelia declama a Ofelia,
los espectros bailan alrededor
de un ídolo de barro
y los lirios aplauden
ante la magnífica actuación
del caótico verso.

Las palabras matan el tiempo
formando paradojas y alardeando de retórica.
Demonios de ónice envenenan el aire,
ilusiones y cantos de sirena reptan en los rincones
y una dama de nieve se contonea en el escenario.

Los labios del diablo susurran
algo que nadie comprende.
Besa a Lamia y confunde a Ondina,
convoca a las náyades
y llama a las aladas sílfides.
Interpreta el papel de las brujas
y, finalmente, vuelve a su ataúd.

No hay rima en el verso
ni música que el oído aprecie,
solo los delirios de un joven príncipe
que cree ver lo que no es posible ver.

martes, 12 de noviembre de 2013

Los muros y el ángel

Los centinelas de madera custodiaban los lados del camino como fantasmas inmóviles y, posadas sobre ellos y sin emitir ningún ruido, dormían las lechuzas. Solo se escuchaban el lejano rumor de las aguas de un río, mis pisadas y mi respiración. La luna bañaba el bosque en una luz espectral que desvelaba cada rincón, cada sombra y cada terror nocturno que la imaginación pudiese crear. El perfume de la lluvia impregnaba el aire, y aún caían pequeñas y cristalinas gotas de mi sombrero. Toda la flora estaba muerta a pesar de la agobiante humedad, y lo único que de ella restaba eran flores marchitas y yerba gris.

Al final del camino encontré unos muros de entorno a cinco metros de altura, lisos y negros. Estaban construidos a partir de una única y gigantesca pieza de pórfido a la que el tiempo no había osado tocar. La yerba en el suelo dejaba de crecer a un metro de distancia del mismo, y no se podían ver en él ni una sola imperfección. Un profundo pesar me invadió al acercarme a ellos, y un sentimiento de tristeza y desesperanza se apoderaron de mi alma. Las fibras de mi cuerpo se sobrecogieron como si un espectro hubiese cruzado a través de mí, como si el invierno hubiera arrancado el aliento de mis pulmones. No se podía escuchar ningún sonido proveniente del otro lado, como si no hubiese nada en su interior o como si la población, tanto personas como animales, estuvieran de luto. Las nubes encapotaron el cielo y cubrieron la tierra con una mortaja, las estrellas se apagaron y, poco a poco, todo se sumió en oscuridad. El miedo pronto se apoderó de mi mente y, en la noche, los contornos y las formas del bosque se convirtieron en monstruos terribles provenientes de las fosas más profundas de mi imaginación.

Escapé de la oscuridad y me refugié en la trémula luz de las antorchas que salpicaba las dos grandes puertas de ébano. Dos guardias con la nariz colorada y las mejillas muy rojas, sentados sobre unos taburetes y jugando a los dados, protegían la entrada a la ciudad. Ambos apestaban a alcohol y sudor y jugaban sin decir una palabra o hacer un gesto, observando fijamente el tablero. No me detuvieron, pero me advirtieron que lo único que iba a encontrar dentro era miseria y muerte. Tenían razón. Al otro lado, todo era desgracia. Las casas eran grises, pequeñas y de tejados planos, las personas vestían harapos y caminaban descalzos, y el silencio casi se podía respirar. Los enfermos y los tullidos, llenos de bultos y sin producir ni un murmullo, arrastraban sus pies de un lado a otro sin rumbo, contemplando la nada con llorosos y blancos ojos, perdidos en alguna fantasía. Un repulsivo olor a fósforo lo envolvía todo, casi tan desagradable como las manchas rojas en los rostros de la gente. Algunas personas, tal vez sanas, me observaban desde las ventanas de sus hogares, pálidos y temblorosos. Mi mirada se posó sobre una montaña de cadáveres y esqueletos que se encontraba en uno de los rincones de la fortificación. Unos estaban siendo comidos por los gusanos y a uno más reciente le devoraba el ojo izquierdo un enorme cuervo. Me dieron náuseas. El lugar en sí me daba náuseas.

El posadero no pareció darle importancia a que pasara la noche allí, porque aceptó el dinero con rapidez. El hombre me miraba y parecía agradecido, pero no decía nada. Entonces apareció una mujer de baja estatura, macilenta y de cabellos rubios casi canosos, que me llevó hasta mi habitación. Ella resultaba ser la hija del posadero. Me explicó que su padre había perdido la lengua por orden del dueño de la ciudad, debido a que él había exigido que uno de los médicos privados atendiese la enfermedad de su mujer. También me dijo que se rumoreaba que la familia que dominaba el territorio y vivía dentro de los muros poseía una cura para todos los males e ,incluso, una pócima que concedía la vida eterna a quien la bebiera. Al parecer, el rumor comenzó a circular por los alrededores cuando una mujer de belleza exagerada entró en la casa de los propietarios, aunque nunca se la había vuelto a ver. Desde entonces, nobles y burgueses de todas partes comenzaron a acudir a las fiestas que la familia celebraba en su fastuoso palacio.

El estruendo del viento y el agua golpeando las ventanas me despertaron. Abandoné la posada sin despedirme. En el exterior, una tempestad azotaba la tierra, los rayos atravesaban las nubes y los truenos crujían como lejanas campanas. El pueblo se había escondido de la tormenta en sus casas y los pocos que se atrevieron a salir de ellas anteriormente habían desaparecido. Algunos enfermos, de los que asumí que no tenían a nadie que los cuidase, decidieron permanecer en los rincones de las calles, mirando fijamente el cielo y, tal vez, esperando su muerte. Colocando una mano sobre mi sombrero para que el viento no se lo llevara, contemplé la residencia de la tan famosa familia. Era difícil no verla. Medía tanto como los muros que rodeaban la ciudad y estaba vallada, además, un modesto jardín se extendía hasta su entrada, formado por flores variopintas y hierba verde, la única flora viva que había visto desde que había llegado a la región. Dentro de la mansión también parecía existir la vida, porque cada ventana de las muchas que tenía estaba iluminada y se veían sombras moverse y bailar. Me pregunté por qué se habrían molestado en construir algo tan lujoso en un lugar que había sido maldecido.

Me dirigí a los dos vigilantes en la entrada y les enseñé mi invitación, me abrieron las puertas y uno de ellos me escoltó hasta el interior del palacio. Una sirvienta me recibió y me dijo que esperase allí, que ella iba a avisar al anfitrión de que ya había llegado. La mansión era por dentro exactamente como me la había imaginado: un abismal contraste con el exterior. Del techo colgaba una lámpara de araña, de las paredes cuadros con marcos de oro y el suelo estaba cubierto con alfombras árabes. Los invitados vestían prendas de calidad, vestidos de seda y se tapaban la mitad del rostro con unas máscaras divertidas. Se entretenían bebiendo de sus copas de vino y cortejando a unas doncellas que podían ser sus hijas. Otros tomaban directamente de las botellas y jugaban a las cartas en una mesa en el rincón sin sus antifaces encima. Unos cuantos músicos que llevaban sombreros muy ridículos y de los que colgaban cascabeles tocaban la lira y cantaban poemas épicos en medio del salón, intentando armar el mayor jaleo posible y rodeados por todos. Yo estaba completamente de lugar. Después de todo, no había venido por la fiesta.

Atravesé a la multitud y me acerqué a la puerta que daba al sótano, saqué la llave de mi bolsillo y me deslicé hacia dentro. Recordaba el camino, aunque no tuviese mucha perdida, y no necesitaba luces. La humedad se agravaba cuanto más bajaba y el olor a fósforo se hacía aun más intenso. Una sensación siniestra parecía provenir de los muros que cada vez se acercaban más a mí mientras bajaba los peldaños, tenía el corazón oprimido, y no recordaba tantas escaleras. Finalmente terminé el descenso, exhausto. Me encontré con una estancia grande, repleta de barriles y botellas de vino, iluminada por una antorcha solitaria. El sótano había sido utilizado como bodega, lo que explicaba que no hubiese telarañas y apenas polvo cuando habían celebrado semejantes fiestas. Abrí la pequeña puerta de madera y la cerré detrás de mí. Allí dentro resultaba incluso más difícil respirar y sentía como si mis pulmones estuviesen siendo aplastados. Por el suelo había sangre seca y unas plumas muy extrañas, que no pertenecían a ningún ave, que conducían a un punto, donde se reunía un charco de sangre fresca y brillante. Había planeado robar el remedio para curar todas las enfermedades y, si era cierto, probar yo un poco y conseguir la inmortalidad. La única razón por la que había venido a parar a esa maldita ciudad era para huir con la famosa pócima, habiendo tenido la suerte de haber trabajado como mayordomo para la familia unos años atrás, cuando esta ciudad era bella y sus gentes no morían en las calles como ratas. No podía robar el secreto, ¡porque era un ser humano!.

Una mujer estaba crucificada en el medio de la habitación. Unas estacas de madera atravesaban sus muñecas, otras sus tobillos y una su garganta, clavándose en la cruz gigantesca que pendía del techo sujetada por cadenas. Su cuerpo tenía marcas de apaleamiento, y parecía que había sufrido cortes recientes en el vientre. No podía ver su rostro porque su pelo me lo impedía, pero dudaba que fuese agradable. Cuando di un paso en la estancia, la mujer levantó la cabeza como un resorte, las cadenas entrechocaron y de su garganta salió un gemido lastimero, discordante, como surgido de un abismo. Un escalofrío me recorrió la espalda. Iba a huir, pues sabía que aquel grito había alertado a los oídos más atentos, pero algo me hizo quedarme y liberarla, por muy imposible que aquello fuese un ser humano. Había algo en sus ojos que reconocí como lágrimas, tan puras y transparentes como las de un recién nacido. Cuando la rodeé para quitarle la estaca de la garganta vi en su espalda unos huesos plegados sobre sí mismos, sin carne que los cubriese, salir de su columna. Le quité la última y ella, por encima de mí, mirándome a los ojos murmuró algo que no pude entender. Entonces, el heredero de la familia entró por la puerta blasfemando junto a una bandada de sus criados. La mujer nos acusó con el dedo, y las plumas de la habitación se volvieron negras y de los huesos en su columna surgieron alas monstruosas. Batió las alas y la tierra tembló con un estrépito terrible, abriendo sus fauces con un amenazador rugido. Parpadeé un instante y tanto ella como la ciudad habían desaparecido. Lo único que sobrevivió a aquello fueron los muros de pórfido, yo y una pluma negra.



martes, 15 de octubre de 2013

La muerte tiene nombre de mujer III

Escucho en mi cabeza
un cautivador susurro
que vierte sobre mí
un oscuro deseo.

Veo en el inmenso lago
dos glaucos ojos
que suspendidos sobre él
reflejan un reprimido
y muy oscuro deseo.

Contemplo la belleza
de la auténtica deidad
y caigo absorto y de rodillas
ante el suicida deseo
de osar amarla.