Noche de luto. Las nubes lloran, el cielo encapotado trata
de consolar a la viuda, que derrama lágrimas sobre el paño oscuro, apoyada en
el hombro del padre. Mujeres y hombres, todas como figuras negras y tristes,
danzan en melancolía alrededor de la maldita llorona, ofreciendo su pésame y
compartiendo un dolor fingido y hueco. El gentío deja intimidad a la
desgraciada, y por fin abandonan el cementerio. El padre besa la mejilla de su
hija, recién casada y recién viuda, que no tuvo ni tiempo ni fuerzas para
cambiar su vestido de novia, antes cándido y bello, y ahora gris y empapado. Un
conejito se le acerca, pálido por la luz, pero igual de blanco que su vestido
había sido alguna vez. Relaja su ceño por una vez, y las lágrimas desaparecen
poco a poco. Sus ojos centran su atención en el pequeño y redondo animal, que
tanto le recordaba a la inocencia que una vez ella tuvo, mientras disfrutaba de
su boda, junto a su hombre, subidos en el altar. Se inclina para acariciarlo y
el conejo huye, turbado por otra presencia. Aparece al lado de la tumba una
figura alta, que se ocultaba el rostro con un sombrero de amplias alas negras,
sujetando un paraguas no menos oscuro. Lanza una inocente mirada al sujeto, que
la atrapa con los brazos y le ofrece cobijo de la lluvia. Ambos dejan atrás la
tumba, y la maldita pronto se casará de nuevo, y pronto será viuda de nuevo.
sábado, 28 de septiembre de 2013
El Caos tiene la forma de una mariposa
Tan hermosa como una
mariposa,
pero igual de dotada
con la fealdad.
Te anunciaste, grácil
y vaporosa,
para con tu volar,
invocar la tempestad.
Dos alas tienes,
negras como las tinieblas,
iguales a dos soles que
danzaran al atardecer.
Creaste un desastre,
hiciste temblar las aguas,
despertaste a las
alimañas al amanecer.
Igual que una Monarca
obrarías,
si no pudieras volar
al anochecer.
Si quisieras ¡oh
reina! los hundirías
en una profunda fosa
de soledad.
Maldita maldición
Donde ahora se erguía una ciudad antes existía un pueblucho
que, a pesar de su pobreza, era respetado e incluido en los mapas de
carreteras. El lugar en sí no era digno de mención, pero la noble familia que
allí residía sí lo era. El padre de la familia era generoso y poseía una
fortuna inmensa, que compartió de buena gana con sus vecinos. De este modo,
masas de personas acudieron al pueblo en busca del oro y la plata del señor,
que no importaba de regalar a cualquiera que besara su mano en una señal de lealtad.
El pueblo prosperó tanto que hasta las más famosas de las empresas
establecieron allí sus fábricas, y así el pueblito sin nombre pasó a ser una
gran ciudad, llamada Paris.
El gran señor que alzó el pueblo y le dio su nombre tenía
una hija. Era un hombre despreocupado y vivía feliz con lo que tenía, así que
no se preocupaba en absoluto por su descendencia y su escasez de herederos.
Ella se llamaba Aline. Era una chica muy tímida que apenas salía de casa, y
apenas alcanzaba los diez años de edad. Le gustaban los cuentos sobre
caballeros y princesas, donde se involucraban criaturas como las hadas y otras
mujeres hermosas “Un día serás igual de bella que ellas” le decía su padre. Ese
día nunca llegó. Con los diez años recién cumplidos, una asistenta encontró a
Aline sentada en su silla con la cabeza recostada sobre la mesa y un libro en
el vientre que goteaba sangre. La niña había sido violada y luego asesinada. Cuando
su padre cruzó sus ojos con los ausentes y azules de su hija muerta algo murió
en su cabeza, y todos los sentimientos afables que lo caracterizaban se
convirtieron en ira, rencor y en una de las peores maldiciones que se pudieran
formular. Con la sangre de la hija en sus manos, este levantó un dedo y maldijo
a la ciudad entera que lo había traicionado y había asesinado a su hija. El padre
se suicidó, y Paris quedó maldita por siempre. Paris entera escupió en esa
maldición y la olvidó.
Una chica diferente, sin embargo, que vivía la misma ciudad,
viajaba a la escuela de la mano de sus padres, que la balanceaban entre
sonrisas. Era una niña muy alegre, pero no se le daba bien relacionarse con los
demás, y no tenía apenas amigos. Así pasó la mañana rodeada de sus compañeros
de clase, que eran nada más que extraños para ella (hasta hablaba más con sus
profesores, y eso cuando abría la boca para pronunciar algo que no fuera un
suspiro). El padre la recibió a la salida de la escuela con un abrazo, y de la
mano se volvieron para casa. Cuando llegaron, la madre ya tenía lista la
comida, y pidió a su hija que se lavara las manos “Si no te lavas bien las
manos te saldrán granos en ellas” le decía su padre. Todos se reunieron a la
mesa. Cuando encendieron la televisión, escucharon de las recientes muertes de
niñas por toda la ciudad. Los padres apagaron la televisión, y la familia no
quiso saber más sobre ello.
Al siguiente día, cuando su madre la llevaba hacia su
escuela como rutina, un hombre apareció y derribó a su madre, dejándola
inconsciente en el suelo
-¿Te llamas Aline?-preguntó rápidamente el desconocido, que
no parecía ser muy inteligente.
Ella no respondió. El hombre arrastró a Aline por entre una
multitud de gente que la miraban con desprecio. Algunos se movían incómodos,
otros parecían ansiosos, y algunos sonreían, pero sobre todo, hablaban, y no
dejaban de hablar, cuchicheaban entre ellos palabras que se perdían en el gentío, un
sinfín de siseos y sonidos ininteligibles. De repente, Aline se quedó ciega, y
notó que subía unas escaleras
-¡Oh, gran señor y fundador de nuestra preciada ciudad! ¡Te
rogamos perdón y te entregamos a la niña en muestra de agradecimiento y fidelidad!-Aline
sintió el acero en su cuello, y un extraño cosquilleo invadió su cabeza. Sintió
el corte en el cuello y el chorro caliente de sangre manar de él. En sus oídos
se escuchaban sonidos difusos de gritos parecidos al júbilo y la exaltación,
seguidos de muchos murmullos. Por último escuchó un grito de horror “Mamá”
pensó. En cuanto no la sujetaron se cayó al suelo para ahogarse en su propia
sangre mientras sostenía una terrible maldición en sus labios.
Camino hacia el purgatorio
Abrí los ojos junto a un lago. Sus aguas eran más negras que
la mismísima oscuridad que rodeaba todo a mi entorno, y ambas parecían no tener
un fin. Una luz enfermiza, blanca o gris, iluminaba mis cercanías, y disipaba la
oscuridad a mi paso. La yerba alrededor del lago estaba muerta y seca, tan
oscura como el carbón, solo que mucho más fría y vacía al tacto, y ningún
viento la movía. Comencé a caminar, pero pronto tuve que detenerme. No había
nada al otro lado, solo un precipicio hondo y aterrador. Un trozo de tierra
apareció del vacío y se colocó con el suelo a mis pies como piezas de un
rompecabezas, y así continuó ocurriendo siempre que daba un paso. Hacia donde
yo caminaba, siempre recto, el camino se alzaba desde debajo de los abismos
para que yo pudiera avanzar sin problemas. Si miraba adelante solo veía
oscuridad, me sentía como un ciego sin su lázaro, así que decidí mirar hacia
abajo todo el tiempo que caminara, observando con cuidado cómo los trozos de
suelo encajaban unos con otros.
Una pradera de flores blancas sobre hierba grisácea se alzó
en redondo a mi caminar. Eran muchas, incontables azucenas preciosas, bañadas
en un rocío espectral en tensión absoluta que las hacía brillar como si la
lluvia hubiera sido reciente y los rayos de un sol imperceptible les sacasen
destellos de belleza. Me agaché, y picado por la destructiva curiosidad humana,
arranqué una de ellas. Un chillido muy agudo, discorde, que rasgaba el sonido
como unas uñas arañando mis oídos se extendió en un eco casi palpable, y poco a
poco se convirtió en susurros siseantes que se distorsionaban con otros rumores
lejanos. La flor se marchitó y se retorció en mi mano, ennegrecida y hecha
jirones sobre sí misma. Una grave culpa me invadió al tirar la flor de nuevo contra
el suelo. No tenía ni la menor idea de lo que había hecho, aunque luego lo entendería,
muy a mi pesar.
El camino se me mostró antes de que yo pudiera caminar lo
suficiente, y al final de él me esperaban unas puertas tenebrosas e inmensamente
grandes. Di un paso cauto, y sin darme cuenta ya estaba junto a las puertas, a
pocos metros de ellas. Una figura blanca, a diferencia de todo lo demás en
aquel espacio indefinido y a semejanza de los lirios que antes había visto,
apoyaba su espalda contra las grandes puertas. Por algún motivo, me sorprendió
ver que llevase ropa encima. Llevaba una capa nívea ajustada al cuello que le
caía hasta los pies, y un sombrero de copa negro, muy alto y abombado. De entre
las sombras que las alas del sombrero proyectaban en su rostro vi ojos felices,
graciosos, y cuando inclinó la cabeza para saludarme también sus labios
sonreían. Los labios se abrieron y su dentadura entera sonrió de una forma que
me causó un terrible escalofrío. Cuando observé su rostro con cuidado, me di
cuenta que llevaba una máscara.
El desconocido dio un leve golpe a la puerta, que en
realidad sonó como un fuerte estruendo, hueco, como si al otro lado no hubiera
nada más que vacío, y eso temía yo. Ambas puertas se abrieron en silencio, como
dos fantasmas al caminar. Al otro lado solo había oscuridad. Las piernas me
temblaban a cada paso, y solo quedaban tres para entrar. Uno, dos, tres… las
puertas se cerraron tras de mí y me vi otra vez rodeado de azucenas, pero todas
muertas y retorcidas, esparcidas unas sobre otras por el suelo, tan negras como
el azabache. Las flores gemían de un sufrimiento indescriptible, y murmuraban
palabras ininteligibles que parecían maldiciones resignadas. Allí permanecí, por
toda una eternidad, derramando lágrimas que no podía derramar, como una flor
más, tan marchita y triste como las otras, orando para que llegase mi turno de
abandonar el purgatorio.
La caída de la ciudad roja
En el cielo solo quedaba el rojo recuerdo del sol, que teñía
todo del mismo. Hacía frío, y mi respiración se convertía en pequeñas volutas
de espeso humo blanco; parecía tan real que no podía evitar comprobarlo, sin
embargo, siempre se desvanecía. Yo caminaba envuelto en la completa oscuridad,
porque el sol solo parecía haber iluminado el cielo, y yo no era capaz de ver
lo que tenía delante, ni lo que tenía a mi alrededor tampoco. Tal vez porque no
había nada delante, tal vez porque no había nada detrás. No tuve fuerzas de
pararme y mirar atrás. Solo seguí caminando, sin rumbo alguno, sin esperanza de
encontrar nada. Caminé y caminé mientras el suelo se iba formando a cada paso
que daba guiándome a ningún lugar. Eso era todo lo que podía hacer. Si miraba
hacia atrás mi cuello se rompería y no sabría cómo devolverlo a su lugar.
Continuaría mi camino hacia ningún lugar con la cabeza agachada.
Me golpeé la cabeza contra algo muy duro y, temiendo la
posibilidad de que un basilisco me engullera (lo creí hasta tal punto que me
pareció llegar a desearlo), levanté la vista para identificarlo. Era un muro
rojo. Parecía como si me hubiera topado con una ciudad. Lo primero que pensé en
hacer fue seguir mi camino, rodear la muralla y continuar el viaje a ninguna
parte, pero los gritos, los murmullos y la luz me llamaron la atención, y al
final, decidí entrar. La ciudad estaba muerta. Lo único que había eran casas
consumidas por el fuego y cadáveres. Sin embargo, una gran multitud se había
juntado en el centro de la misma, alrededor de un hombre subido encima de una
cruz de madera enorme y astillada. No tenía rostro, vestía de blanco, llevaba
un sombrero y un ataúd negro en la espalda. El cielo se reflejaba en la ciudad
como un torrente carmesí. Las gentes estaban bañadas por esta luz, haciendo que
todos parecieran los mismos, hombres, mujeres, niños y ancianos. El hombre
blanco alzó sus brazos con fuerza y dijo estas palabras:
-¡Todos recen a sus dioses, porque se reunirán con ellos!
La tierra abrió sus espantosas fauces lentamente como si
acabara de despertarse de un sueño, y una tras otra las personas fueron
lanzándose al vacío. Observé cómo la tierra se tragaba la ciudad y luego
cerraba su boca, satisfecha. Todo lo que siguió a esto fue Caos. La luna devoró
las estrellas y los monstruos se despertaron entre terribles gruñidos y
suspiros; calaveras emergían del lodo a mis pies, las había de todas clases,
pero las humanas abundaban; las cascadas, que llevaban un fluido oleaginoso y
rojo en vez de agua, caían desde el cielo, bañándome en lo que creía que era
una sangre seca y muerta hacía siglos; unas ensombrecidas columnas de pérfido
se alzaron del barro, todas retorcidas y distorsionadas, como si la realidad
estuviera fuera de quicio.
Continué mi camino, sin saber muy bien si caminaba
por la tierra o el cielo. Esa fue la trigésimo séptima ciudad que vi caer.
Carnaval ardiente
El otoño arrastra un carnaval de hojas carmesí. El viento
mece su caída desde una rama hasta el suelo, haciéndolas voltear, derecha e
izquierda, en una danza sin parejas. A cada paso de la estación, el suelo es
cambiado por miles de ellas que dieron fin a su baile, de todos los colores que
puede ofrecer la estación: rojos, amarillos y naranjas. “La danza del fuego” es
llamada por los habitantes que viven en este particular bosque. A cada lado del
camino hay árboles majestuosos, todos teñidos a la moda que se ha dictado. En
la copa de los árboles las ramas ceden y las hojas caen. Los rayos de luz,
tímidos, atraviesan el techo, que poco a poco se disipa, dejando caer bucles de
luz a un lado y otro del camino mientras las hojas danzan arropadas en luz, o
desnudas en la sombra. Los afortunados habitantes saben que deben acudir para
presenciar algo tan hermoso.
Los desgraciados habitantes conocen del peligro de la noche,
y se esconden para no presenciar algo tan horrible. La noche devora el día, y
la luna salpica con sangre el cielo. Un cuervo se posa sobre la rama de un
árbol, y con su graznido las hojas tiemblan, con su mirada el viento se agita y
grita, y los lagos y riachuelos se congelan cuando sus alas extiende. Las hojas
se mantienen en sus ramas, sollozando en silencio y orando porque el sol no las
haya abandonado para siempre. Llegan más cuervos. Todos se congregan en la copa
de los árboles. La luna baña la noche con su luz, y el sendero de árboles se
prende en matices rojizos, como un magenta vago.
Las hojas caídas se quiebran en un chirrido espeluznante y
aterrador cuando son aplastadas por las pisadas de un desconocido. Soporta una
capa en sus hombros, y arrastra consigo unas cadenas alrededor de su cuello y
entrelazadas en los brazos. A pesar de ello, sus pasos son tan ágiles como los
de una bailarina. Cada movimiento resulta en un gemido que las hojas emiten al
sentir el frío de las cadenas. Una risa amarga impera en el bosque. Los cuervos
observan fijamente al bailarín, con sus ojos rojos clavados en la danza, sin
emitir ningún ruido. Del suelo aparecen llamas frías, verdosas y azules.
Vagamente tratan de seguir el paso del desconocido, y se limitan a dar vueltas
y giros alrededor de él. El bosque cae en una melancolía absoluta, y un coro de
sollozos, palabras ininteligibles, maldiciones, oraciones y tristes cantos
acompañan el baile. El hombre tararea una canción lejana. Da un paso, otro, y
las cadenas se agitan, las hojas chillan y los cuervos graznan. Alza los brazos
con el penumbroso sonido del entrechocar dos objetos metálicos y las llamas se
apagan, volviendo a la tierra a sus pies. De esta vuelven a salir llamas, pero
estas, rojas, naranjas e incontrolables, hacen arder a todo con lo que
encuentran a su paso. Los chillidos se vuelven más dolorosos y profundos, se
escuchan con más claridad; la amarga risa desconoce ya de qué se ríe, sin
embargo, se encuentra tan absorta en la locura y el Caos y es tan estrepitosa y
aterradora, que ya no necesita una razón; los cuervos graznan y ,ahora, las
hojas bailan a su alrededor, en oscuridad y llamas. Forman un círculo negro y
rojo, y el bosque entero se enciende creando un infierno semejante al Hado. Se formó el carnaval ardiente y se
extendió de copa en copa. Los cuervos se unieron al baile, y entre sus gritos
giraron entorno al desconocido. De pronto, todo se detiene, cae el
silencio y el Caos se esconde, los cuervos envuelven al hombre, y este
desaparece en plumas negras. Donde antes estaban las aves, ahora solo caen sus
plumas al suelo. Los fuegos se apagan como alguien que aplasta la pequeña llama
de una vela. La luna hace su reverencia y el sol aparece, poco a poco, en su
lugar. Cuando los habitantes salen de sus casas, aterrados por lo que haya
pasado, lo único que son capaces de encontrar fuera de lugar son plumas negras
donde antes había hojas.
viernes, 27 de septiembre de 2013
La muerte tiene nombre de mujer
Una vez soñé
que un cuervo
me arrancaba un ojo,
eras tú, sin embargo,
que me besaba el rostro.
Una vez soñé
que mi cuello
de una cuerda colgaba,
eras tú, sin embargo,
que en un abrazo
te entregabas.
Una vez soñé
que mi mente
fuera de quicio estaba
eras tú, sin embargo,
que susurraba
en mi oído.
Una vez morí
y aquella vez,
fue la vez
que te conocí.
que un cuervo
me arrancaba un ojo,
eras tú, sin embargo,
que me besaba el rostro.
Una vez soñé
que mi cuello
de una cuerda colgaba,
eras tú, sin embargo,
que en un abrazo
te entregabas.
Una vez soñé
que mi mente
fuera de quicio estaba
eras tú, sin embargo,
que susurraba
en mi oído.
Una vez morí
y aquella vez,
fue la vez
que te conocí.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)