sábado, 28 de septiembre de 2013

Carnaval ardiente

El otoño arrastra un carnaval de hojas carmesí. El viento mece su caída desde una rama hasta el suelo, haciéndolas voltear, derecha e izquierda, en una danza sin parejas. A cada paso de la estación, el suelo es cambiado por miles de ellas que dieron fin a su baile, de todos los colores que puede ofrecer la estación: rojos, amarillos y naranjas. “La danza del fuego” es llamada por los habitantes que viven en este particular bosque. A cada lado del camino hay árboles majestuosos, todos teñidos a la moda que se ha dictado. En la copa de los árboles las ramas ceden y las hojas caen. Los rayos de luz, tímidos, atraviesan el techo, que poco a poco se disipa, dejando caer bucles de luz a un lado y otro del camino mientras las hojas danzan arropadas en luz, o desnudas en la sombra. Los afortunados habitantes saben que deben acudir para presenciar algo tan hermoso.

Los desgraciados habitantes conocen del peligro de la noche, y se esconden para no presenciar algo tan horrible. La noche devora el día, y la luna salpica con sangre el cielo. Un cuervo se posa sobre la rama de un árbol, y con su graznido las hojas tiemblan, con su mirada el viento se agita y grita, y los lagos y riachuelos se congelan cuando sus alas extiende. Las hojas se mantienen en sus ramas, sollozando en silencio y orando porque el sol no las haya abandonado para siempre. Llegan más cuervos. Todos se congregan en la copa de los árboles. La luna baña la noche con su luz, y el sendero de árboles se prende en matices rojizos, como un magenta vago.


Las hojas caídas se quiebran en un chirrido espeluznante y aterrador cuando son aplastadas por las pisadas de un desconocido. Soporta una capa en sus hombros, y arrastra consigo unas cadenas alrededor de su cuello y entrelazadas en los brazos. A pesar de ello, sus pasos son tan ágiles como los de una bailarina. Cada movimiento resulta en un gemido que las hojas emiten al sentir el frío de las cadenas. Una risa amarga impera en el bosque. Los cuervos observan fijamente al bailarín, con sus ojos rojos clavados en la danza, sin emitir ningún ruido. Del suelo aparecen llamas frías, verdosas y azules. Vagamente tratan de seguir el paso del desconocido, y se limitan a dar vueltas y giros alrededor de él. El bosque cae en una melancolía absoluta, y un coro de sollozos, palabras ininteligibles, maldiciones, oraciones y tristes cantos acompañan el baile. El hombre tararea una canción lejana. Da un paso, otro, y las cadenas se agitan, las hojas chillan y los cuervos graznan. Alza los brazos con el penumbroso sonido del entrechocar dos objetos metálicos y las llamas se apagan, volviendo a la tierra a sus pies. De esta vuelven a salir llamas, pero estas, rojas, naranjas e incontrolables, hacen arder a todo con lo que encuentran a su paso. Los chillidos se vuelven más dolorosos y profundos, se escuchan con más claridad; la amarga risa desconoce ya de qué se ríe, sin embargo, se encuentra tan absorta en la locura y el Caos y es tan estrepitosa y aterradora, que ya no necesita una razón; los cuervos graznan y ,ahora, las hojas bailan a su alrededor, en oscuridad y llamas. Forman un círculo negro y rojo, y el bosque entero se enciende creando un infierno semejante al Hado. Se formó el carnaval ardiente y se extendió de copa en copa. Los cuervos se unieron al baile, y entre sus gritos giraron entorno al desconocido. De pronto, todo se detiene, cae el silencio y el Caos se esconde, los cuervos envuelven al hombre, y este desaparece en plumas negras. Donde antes estaban las aves, ahora solo caen sus plumas al suelo. Los fuegos se apagan como alguien que aplasta la pequeña llama de una vela. La luna hace su reverencia y el sol aparece, poco a poco, en su lugar. Cuando los habitantes salen de sus casas, aterrados por lo que haya pasado, lo único que son capaces de encontrar fuera de lugar son plumas negras donde antes había hojas.

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