El otoño arrastra un carnaval de hojas carmesí. El viento
mece su caída desde una rama hasta el suelo, haciéndolas voltear, derecha e
izquierda, en una danza sin parejas. A cada paso de la estación, el suelo es
cambiado por miles de ellas que dieron fin a su baile, de todos los colores que
puede ofrecer la estación: rojos, amarillos y naranjas. “La danza del fuego” es
llamada por los habitantes que viven en este particular bosque. A cada lado del
camino hay árboles majestuosos, todos teñidos a la moda que se ha dictado. En
la copa de los árboles las ramas ceden y las hojas caen. Los rayos de luz,
tímidos, atraviesan el techo, que poco a poco se disipa, dejando caer bucles de
luz a un lado y otro del camino mientras las hojas danzan arropadas en luz, o
desnudas en la sombra. Los afortunados habitantes saben que deben acudir para
presenciar algo tan hermoso.
Los desgraciados habitantes conocen del peligro de la noche,
y se esconden para no presenciar algo tan horrible. La noche devora el día, y
la luna salpica con sangre el cielo. Un cuervo se posa sobre la rama de un
árbol, y con su graznido las hojas tiemblan, con su mirada el viento se agita y
grita, y los lagos y riachuelos se congelan cuando sus alas extiende. Las hojas
se mantienen en sus ramas, sollozando en silencio y orando porque el sol no las
haya abandonado para siempre. Llegan más cuervos. Todos se congregan en la copa
de los árboles. La luna baña la noche con su luz, y el sendero de árboles se
prende en matices rojizos, como un magenta vago.
Las hojas caídas se quiebran en un chirrido espeluznante y
aterrador cuando son aplastadas por las pisadas de un desconocido. Soporta una
capa en sus hombros, y arrastra consigo unas cadenas alrededor de su cuello y
entrelazadas en los brazos. A pesar de ello, sus pasos son tan ágiles como los
de una bailarina. Cada movimiento resulta en un gemido que las hojas emiten al
sentir el frío de las cadenas. Una risa amarga impera en el bosque. Los cuervos
observan fijamente al bailarín, con sus ojos rojos clavados en la danza, sin
emitir ningún ruido. Del suelo aparecen llamas frías, verdosas y azules.
Vagamente tratan de seguir el paso del desconocido, y se limitan a dar vueltas
y giros alrededor de él. El bosque cae en una melancolía absoluta, y un coro de
sollozos, palabras ininteligibles, maldiciones, oraciones y tristes cantos
acompañan el baile. El hombre tararea una canción lejana. Da un paso, otro, y
las cadenas se agitan, las hojas chillan y los cuervos graznan. Alza los brazos
con el penumbroso sonido del entrechocar dos objetos metálicos y las llamas se
apagan, volviendo a la tierra a sus pies. De esta vuelven a salir llamas, pero
estas, rojas, naranjas e incontrolables, hacen arder a todo con lo que
encuentran a su paso. Los chillidos se vuelven más dolorosos y profundos, se
escuchan con más claridad; la amarga risa desconoce ya de qué se ríe, sin
embargo, se encuentra tan absorta en la locura y el Caos y es tan estrepitosa y
aterradora, que ya no necesita una razón; los cuervos graznan y ,ahora, las
hojas bailan a su alrededor, en oscuridad y llamas. Forman un círculo negro y
rojo, y el bosque entero se enciende creando un infierno semejante al Hado. Se formó el carnaval ardiente y se
extendió de copa en copa. Los cuervos se unieron al baile, y entre sus gritos
giraron entorno al desconocido. De pronto, todo se detiene, cae el
silencio y el Caos se esconde, los cuervos envuelven al hombre, y este
desaparece en plumas negras. Donde antes estaban las aves, ahora solo caen sus
plumas al suelo. Los fuegos se apagan como alguien que aplasta la pequeña llama
de una vela. La luna hace su reverencia y el sol aparece, poco a poco, en su
lugar. Cuando los habitantes salen de sus casas, aterrados por lo que haya
pasado, lo único que son capaces de encontrar fuera de lugar son plumas negras
donde antes había hojas.
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