Noche de luto. Las nubes lloran, el cielo encapotado trata
de consolar a la viuda, que derrama lágrimas sobre el paño oscuro, apoyada en
el hombro del padre. Mujeres y hombres, todas como figuras negras y tristes,
danzan en melancolía alrededor de la maldita llorona, ofreciendo su pésame y
compartiendo un dolor fingido y hueco. El gentío deja intimidad a la
desgraciada, y por fin abandonan el cementerio. El padre besa la mejilla de su
hija, recién casada y recién viuda, que no tuvo ni tiempo ni fuerzas para
cambiar su vestido de novia, antes cándido y bello, y ahora gris y empapado. Un
conejito se le acerca, pálido por la luz, pero igual de blanco que su vestido
había sido alguna vez. Relaja su ceño por una vez, y las lágrimas desaparecen
poco a poco. Sus ojos centran su atención en el pequeño y redondo animal, que
tanto le recordaba a la inocencia que una vez ella tuvo, mientras disfrutaba de
su boda, junto a su hombre, subidos en el altar. Se inclina para acariciarlo y
el conejo huye, turbado por otra presencia. Aparece al lado de la tumba una
figura alta, que se ocultaba el rostro con un sombrero de amplias alas negras,
sujetando un paraguas no menos oscuro. Lanza una inocente mirada al sujeto, que
la atrapa con los brazos y le ofrece cobijo de la lluvia. Ambos dejan atrás la
tumba, y la maldita pronto se casará de nuevo, y pronto será viuda de nuevo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario