No fue un viaje agradable. Las gentes con las que me había
encontrado, envueltas en ropas grises, sostenían una mirada melancólica y vacía
y apenas intercambiaban palabras entre ellas. El paisaje era monótono y daba
una sensación de simetría que me oprimía el corazón. El lago de terrorífica
claridad dibujaba en él de forma exacta un castillo de terribles proporciones.
Comenzaron a caer gotas negras del cielo. Se desató una tormenta. Los truenos
sacudieron el silencio, el viento se arremolinó como una feroz bestia y los
cuervos graznaron de forma incesante. Decidí entrar al viejo palacio y
resguardarme allí de la tempestad.
Un hombre muy anciano o, quizás, muy joven, me abrió la
puerta y me permitió entrar. El interior estaba repleto de fastuosas reliquias.
De las paredes colgaban multitud de retratos, de los que supuse habían sido
miembros de su familia, y del techo pendía una lámpara de araña que la ráfaga
de viento comenzó a balancear. El señor me sentó en un inmenso comedor y me
ofreció algo de sopa caliente. Mientras la tomaba, observé su rostro por el
rabillo del ojo. Era extraño. Su piel era como el marfil y ni una sola arruga
había osado aparecer en su sereno semblante, a pesar de que hubiese algo en él
que me sugería vejez. Esbozaba una tímida sonrisa mientras esperaba a que
terminase. A continuación, me enseñó un dormitorio y me aseguró que podría
pasar la noche en su hogar. Antes de cerrar la puerta y casi como en un íntimo murmullo,
me advirtió que tuviera cuidado con su hija.
Mis sueños fueron acechados por horrores monstruosos,
carentes de forma o sentido. Me desperté en mitad de la noche empapado en
sudor. Mi mente estaba asustada de cada sombra, cada rincón y de cada contorno.
Eran miedos que nunca antes había experimentado y criaturas que nunca antes
había imaginado. Parecía que las paredes se acercaban hacia mí, deslizándose de
sus puestos como unos silenciosos reptiles. El techo ya me apretaba el cráneo
cuando logré salir de la habitación.
Al final del pasillo vi una luz cálida y anaranjada que se
filtraba por debajo de la puerta del salón. Me dirigí hacia ella. Allí me
encontré con mi anfitrión, que leía un libro con una mirada ausente. No pareció
notar mi presencia, porque mantuvo los glaucos ojos fijos en la lectura.
Tampoco se inmutó cuando le saludé. Era como si no pudiera verme u oírme.
Permanecí un rato observando. No pasaba las páginas del libro y tampoco
parpadeaba, sin embargo, continuaba respirando. Supuse que dormía con los ojos
abiertos y me alejé de él.
Continué vagando hasta que di con un jardín interior. Era un
lugar íntimo, decorado con lirios, orquídeas y rosas de distintos colores,
desde donde se podía contemplar el cielo y las estrellas sin que las luces de
la ciudad molestasen. El aire estaba impregnado de un perfume delicioso. Podía
sentir la frescura de un rocío invisible en la punta de mis dedos. En el estanque
se reflejaba la luna gibosa y en sus aguas se bañaba una mujer. Creí reconocer
en sus ojos el mismo brillo que en los del anciano, pero estos eran más verdes
y delataban una inocencia mesmerizante. Al instante caí bajo su hechizo.
La mañana siguiente insistió en que me quedara para el
desayuno o, al menos, hasta que dejase de llover. Yo accedí encantado,
esperando poder ver a su hija una vez más. El anciano señor decía estar agradecido
de tener algo de compañía y alguien con quien poder charlar. Cuando hube
terminado mi comida nos movimos hasta el salón donde guardaba su colección de
libros y antiguos manuscritos. Estaba entusiasmado por mostrarme su edición del
Necronomicón traducida al latín. Allí nos encontramos con su hija, quien leía
un librillo en voz baja, como para sí misma, junto a una gigantesca librería.
-Adoro que me dediquen poemas tan bellos-dijo al
vernos entrar. Su padre frunció el ceño, muy molesto por algún motivo. Antes de
que él pudiera decir nada le pregunté por el título de dicho poema.
-La Terrible Lamia-contestó ella, sonriente. Había algo aterrador en ella, algo que solo la hacía más tentadora. Era como la boca de un abismo que su mera visión te incitase al suicidio. Colocó de nuevo el libro en la
estantería y le preguntó a su padre si nos permitiría pasear alrededor del
castillo ahora que la lluvia había cesado. Él aceptó de muy mala gana y, con un
gesto airado, salió de la habitación.
Afuera se podía respirar mejor que en aquel polvoriento
cuarto y ningún cuadro podría seguirme con sus ojos. Todo, incluso las flores,
olía a tierra húmeda. No obstante, un olor distinto me inquietaba, como la podredumbre de un cadáver o sangre corrompida y seca. Continuamos
caminando por un camino que daba a una granja y unos cultivos de trigo. Nos detuvimos junto a un lago y contemplamos el tenebroso cuadro de ángeles caídos, de seres ya esclavos de la nada. Todas
las personas con las que nos topamos saludaron a Lamia, aunque había algo en sus
rostros que me llenaba de tristeza, especialmente el de los niños, que parecía
que su juventud les había sido arrebatada. De pronto, un escalofrío recorrió mi espalda y noté que me
llamaban. Sentía dos manos de nieve estrujar mi cuello, notaba que me sacaban el corazón a través de la garganta y yo rezaba, suplicaba y articulaba sonidos ininteligibles. Mi cuerpo se movía. Vi un espejo y creí escuchar un chapoteo. Entonces desperté de mi
ensoñación. Me encontraba en el jardín donde la había visto por primera vez,
recostado en la hierba junto a Lamia. Estaba muy alterado, sentía que había
olvidado algo. Mis manos temblaban. Ella se acercó y me tranquilizó mientras
vertía dulces palabras en mi oído.
De alguna forma, logré pasar otra noche en el castillo. Le
explicó al hospitalario anciano que me encontraba muy enfermo y que ella se
encargaría de cuidarme. Era cierto que sufría una enfermedad. No obstante, sería más correcto decir que había sido envenenado. Ella
era mi veneno, aunque yo no era consciente de ello. No me separé de ella en
toda la noche. Me acarició el cabello hasta que caí dormido como un retoño.
El ruido de una puerta al cerrarse me despertó. Lamia no
estaba en la cama. Me levanté y caminé por los solitarios pasillos repletos de
ojos. La oscuridad esta vez era absoluta e interminable al igual que un océano
de sombras. Podía escuchar los latidos de mi corazón retumbar en mis oídos como
un concierto de tambores. Mi respiración se aceleraba. La negrura pareció
vibrar y moverse, como las ondulaciones de un mar de terrores. Escuché una sola
lejana campanada, grave y triste como el llanto de una viuda. Al final de la
angustiosa oscuridad reconocí los rayos de la luna sobre el agua de la laguna.
Una fragancia pestilente inundaba el aire y todas las flores se habían
marchitado. Encontré allí a Lamia. Sus labios estaban teñidos con sangre
reluciente, sus ojos eran dos llamas ambarinas, sus cabellos de azabache
estaban erizados y la mitad inferior de su cuerpo era una enorme y escamosa
cola de serpiente. Me susurró que me acercara, que me daría placer y felicidad.
Me temblaban las rodillas y, paso a paso y con la mirada clavada en sus ojos de víbora, me fui acercando a ella. Colocó una
mano en mi hombro y con la otra sujetó mi cabeza. Sus uñas se clavaron en mi
carne hasta que comencé a sangrar y su cola envolvió mis piernas y las partió. Siseó unas últimas palabras y, de un
mordisco, trituró mi cuello.
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